miércoles, 22 de abril de 2009

Designio

Un relato

Te lo habías repetido una y otra vez frente al espejo mientras rodaban las lágrimas de rabia que te llenaban los ojos y te decías como golpeándote que esa era la única certeza que tenías y que querías, porque estabas sintiéndote cansado de todo lo que habías esperado, de todo lo que habías aguantado. Por eso saliste ese día sofocante de sol esplendoroso y cruel, a pesar de que las piernas te temblaban y te palpitaba fuerte el corazón y te sudaban las manos mientras las empuñabas en los bolsillos del pantalón viejo y caminaste despacio pero decidido.

El recorrido que habías hecho día tras días de tu casa hasta el trabajo durante más de cuatro años era esta vez eterno y te pareció extrañamente más concurrido esa mañana de detestable domingo para el que habías programado el acto que pondría fin a tu desgracia. Repasaste paso a paso la entrada al moderno edificio y las palabras mágicas que tendrías que decir para que te abrieran las puertas y en medio de la supuesta confianza el enemigo se creyera tu amigo y se creyera que subiste los siete pisos hasta su oficina en un día de descanso para desearle un feliz cumpleaños que ni sabías ni te importaba.

Viste dos cuadras antes el alto y gris bloque de cemento y varillas y ventanas en miniatura en el que habías cultivado un par de buenas amistades y habías conseguido una buena esposa que contestó teléfonos durante veinte años hasta quedarse sorda a la voz humana y a cualquier sonido que le llegaba sin aparatos que intermediaran. Recordaste que en tu misma casa mandaste instalar dos líneas telefónicas para poder llamarla y que ella te escuchara y oír la dulce voz de amada triste y resignada de la mujer por la que supiste desde el primer día que lo darías todo. Incluso, esbozaste una sonrisa recordando cómo ella disfrutaba conciertos y conferencias que escuchaba gracias a los micrófonos mientras que tus susurros de amor al oído se perdían en el aire y ella apenas sentía que vos muy cerca como que la besabas.

Quisiste llorar entonces pero ya estabas frente a la decisión que habías tomado y el portero te preguntó qué querías señor don Lucio hoy domingo usted por aquí y le dijiste que habías quedado de reunirte con el jefe para revisar unos documentos para la reunión de mañana. Pensaste, mientras escalabas, que debías tener una cara de mucha ira porque no podías dejar de recordarte las razones por las que estabas allí con un puñal agarrado con tanta rabia que sentías que te sangraba la pierna izquierda herida a través del bolsillo roto.

En el descanso del sexto piso te detuviste como encandilado y sólo pudiste ver y oír en tu cabeza, recordando, como en los cortos de una película, el automóvil del doctor que bajaba borracho por la avenida y le pitaba como loco a María para que se quitara del camino y María sólo te miró y salió corriendo hacia vos sin oír nada. Sentiste que las fuerzas te abandonaban y lloraste hasta que el dolor volvió a transformarse en una rabia infinita y entraste corriendo a la oficina del jefe que se había reído de la sordera selectiva de María, tu María. Le clavaste hondo el puñal en el pecho, en frente de su hija adolescente que trataba de llevárselo a casa donde lo esperaba una divertida fiesta de cumpleaños.

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