domingo, 19 de abril de 2009

Experiencia

Relato

De un navajazo le atravesé la cara desde la oreja izquierda hasta la punta de la barbilla. Ella, que no dejaba de sonreír, volvió a preguntarme que si quería pizza. Por respuesta me di la vuelta y fui a mecerme en el columpio que colgaba del viejo árbol de guayaba. Ella, que ya no tenía herida ni sangre, se acercó para empujarme y lo hizo tan fuerte (en medio de una carcajada) que me puso en órbita.

Alto muy alto yo empecé a reírme. La boca de un pequeño volcán me recibió en ese otro planeta. Y mi papá se acercó, mientras yo me sobaba la nalga, y me dijo, como siempre, que no comiera carnes frías que porque eran muy malas. De malas estaba yo cuando le respondí que nadie, que se supiera, había muerto por una salchicha. Papá desapareció después de que me tiró las llaves con mucha rabia y tan lejos de mi asteroide que fui cayendo otra vez en el espacio en busca de ellas.

Atraparlas sin que cayeran y tocar un piso pantanoso con mis pies fue simultáneo. Me topé de frente con mi jefe, que ostentaba el navajazo mientras comía un trozo de queso. Se veía tan gordo y grasoso. Con las llaves corté el columpio a donde vi que se dirigía saltando.

Un número en letra Arial tamaño catorce colmó mi vista durante una eternidad y cuando logré despegarlo del vidrio, choqué con mi vecina octogenaria que me mostraba unas llaves como si quisiera hipnotizarme. Se las iba a arrebatar, pero ambos quedamos petrificados con el estruendo. El volcán hacía erupción y arrojaba por su boca pasta de tomate. Corrí, corrí, quería salvar a un amigo que yo había dejado solo en el espacio. Era papá. Pero no llegaba, no llegaba. Y ella, sin el navajazo, me alzó en sus brazos, me subió al columpio contra mi pataleo. “Que está cortado, que no sirve, que yo lo corté”. Pero no. Estaba bueno el columpio. Y me empujó otra vez. Todopoderosa me mandó al lado de papá y yo pude decirle que nunca iba a olvidar ese árbol de guayaba con el que crecí.

Papá me apretaba cariñosamente los pómulos. Desengañado descubrí después que no era él sino ella: la anciana vecina, que no sé como se llama, me jalaba los cachetes con mucha fuerza. Me dolían tanto que en un parpadeo la hice desaparecer y entonces vi frente a mí a un amigo. Y ya no supe si yo había estado dormido o drogado.

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