lunes, 27 de abril de 2009

Invisible

Un relato

Resolvió volver el día o la noche, a una hora que ni sabía ni importaba, en que sintió un latido en el pecho y abrió los ojos y los cerró de nuevo. No supo cómo pero cuando los abrió otra vez estaba en pie con su pijama azul frente a la que era su casa. Tenía un anuncio de que estaba en venta que tapaba una hendija en la húmeda puerta de madera. Caminó sin saber hacia dónde. Estaba descalza y pensaba en ellos: sus amores en vida. ¿Adónde irían cuando me fui? Pasó por la tienda donde quedó debiendo unos pesos y vio a Lucas, negro como siempre, lamiéndose las pelotas en el andén. Miró hacia dentro y vio un reloj que marcaba las tres. Las tres de la tarde sin duda. Ellos debían estar en casa a esa hora pero... ¿cuál casa? ¿cuál pueblo?

Subió por la calle empinada que daba hacia la plaza de mercado. Pensó que podría pedir una moneda y hacer una llamada para entender las cosas. No entendió por qué el hombre del bar donde tomó tantos cafés en aburridas tardes de domingo miró a través de ella cuando lo saludó, y no contestó. Ha de ser por el atuendo, dudó. Salió perturbada de nuevo a la calle. Confundida vio cómo un ciclista la atravesó y no sintió nada. Pensé que había vuelto de verdad, se dijo entre desilusionada y tranquila. He vuelto de mentiras.

Entonces siguió caminando y viendo sin ser vista. Pensó por un momento entrar a lugares a los que no había podido y escuchar las conversaciones de gente conocida. Pero pronto empezó a preocuparse por la forma como habría de volver a algún lado de la frontera donde se encontraba. No estaba viva ni muerta. ¿Hasta cuándo? Sus pasos la llevaron a la piscina del pueblo. Allá estaba su hijo. Nadando y saltando. ¿Cuánto tiempo habrá pasado? ¿Días, semanas, meses? Una forma de saberlo sería buscando la prensa. Buscó un periódico mientras esperaba que el chico saliera de la piscina.

Enero 14 de 2006. Sábado. Así que no era día de ir al colegio. Tres meses hacía. Había muerto en algún momento entre la noche del 11 y la madrugada del 12 de octubre. Se sentó en la gradería con vista a la piscina. Miró su pijama. No era ésa la que tenía la noche que decidió morirse. Tampoco era la que le pusieron a la mañana siguiente para llevarla al hospital. ¿Para qué estaba ahí? No entendía mientras examinaba los pequeños dedos de los pies con sus uñas largas. Se cansó ahí sentada. Caminó e intentó empujar una niña a la piscina pero no pudo hacerlo. Se rió de su intento sin fortuna, de su mano traspasando aquel cuerpo mojado.

No se dio cuenta en qué momento su hijo dejó de nadar, se dio una ducha, se vistió, cogió su mochila y se despidió de sus amigos. Sólo lo atisbó cuando ya había volteado en la esquina de arriba, rumbo al parque del pueblo. Corrió, o creyó que corría. Lo alcanzó y le vio de cerca el acné juvenil que había invadido su cara adolescente. Lo regañó por llevar arrastrando las botas de los pantalones. Pero él cruzó la calle, saludó a un perro y entró a una casa de fachada verde y con techo alto. Ah, es aquí donde viven. Entró.

Su esposo se había quedado dormido viendo televisión y con los pies levantados sobre una silla sin cojín. No tenía camisa, tenía la grande barriga al aire. Lo hizo de maldad: le metió el dedo gordo de un pie por la nariz. Él despertó. Entonces fue ella la que se llevó el susto. Él volteaba su cabeza de un lado para otro hasta que estiró la mano para coger del suelo el control del televisor. Lo apagó apuntándole a ella, a través de ella. Después de una ilusión tan bella como fugaz, de un instante de esperanza para entender, ella se desplomó.

Cuando despertó estaba en su cama en una habitación que no conocía. Sin embargo, sentía un olor familiar. Era él que estaba a su lado. Un rayo de luz pegaba contra una ventana. Miró el reloj en la mesa de al lado y eran las siete. Siete de la mañana sin duda. Intentó levantarse pero él lo hizo primero. Se sentó en el borde de la cama, se pasó las manos por la cabeza, suspiró. Salió de la habitación y fue a otra para despertar al chico.

A hacer deporte mi amigo, le decía. Y ella vio cómo le daba besos para despertarlo. Fue a la cocina y no encontró la mitad de las cosas que tenía. Las vendió, estoy segura. La casa era mejor y tenía menos cosas. Su rastro no estaba por ninguna parte, no era visible, como ella. Pero se dio cuenta de que estaba equivocada. Sentada en una butaca y con la cara entre las manos, su gesto de cuando prestaba atención, observó mientras se preparaban un jugo de naranja: uno las partía y el otro las exprimía. Vio cómo lo tomaban en silencio mientras el niño molestaba al papá arañándole la barriga; y ambos reían. Cada uno lavó su vaso. Cerraron cada puerta sin hacer ruido hasta que llegaron a la calle. Allí estaba ella, despidiéndose otra vez sin ser despedida, quedándose allí donde nadie la veía, donde ellos dos la vivían.

Diciembre de 2005

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