sábado, 18 de abril de 2009

A Juan Pérez le mataron el miedo

Un relato corto

A Juan Pérez lo hirió una mujer de ojos de un negro profundo que lo miraban sin pestañear mientras le hundía el puñal en el vientre; y mientras otra corría con su billetera en la mano y el pelo alborotado por el viento que se cuela en ese cañón urbano y oloroso a orín que es el pasaje de La Bastilla.

Se desplomó en milésimas de segundo y no le sirvieron de socorro las decenas de pares de ojos que lo contemplaban. Escuchaba un murmullo pero no sabía si era la voz de su madrecita en su cabeza que le decía una y mil veces que la quincena hay que guardarla entre las medias y los zapatos. Pero el ruido confuso estaba entre la gente que lo empezaba a rodear. Minutos valiosos para su vida pasaron en la nada, hasta que escuchó una sirena que le pareció de ambulancia y se echó a dormir en su espeso charco de sangre.

Fue entonces cuando, ante la mirada inútil e incrédula de sus espectadores, Juan se puso en pie de un salto, selló con sus dedos la herida y empezó a caminar bailando. Se rió por dentro del terror expectante en los ojos de la variada fauna humana que habitaba, ese caluroso mediodía, la céntrica calle donde se confunden en óxido los olores a herrumbre y cerveza, la música de todas las cantinas, las ondas vocales de hombres y mujeres que parece que estuvieran ahí eternamente.

Se supo muerto entonces. Y, sintiéndose liberado de todos los miedos que los otros tenían, deambuló desprevenido el resto del día con su noche.

Sólo así, no le dio miedo cruzar las cuatro o cinco anchas avenidas de la ciudad, las que nunca enfrentó de acuerdo con las luces de los semáforos porque apenas unos cuantos las respetaban. Las había aprendido a sortear, con alguna destreza, mirando a cada lado de la calle para ver a qué distancia estaban los vehículos; tal como lo debía hacer, en algún lugar del mundo, habilidoso, ágil, arriesgado, el cirquero errante que le decían era su padre.

Tampoco desconfió del tumulto que le esperaba en cada esquina, en las tiendas, en las filas de los buses. Cada tanto, sintió cosquillas alrededor de su cintura y experimentó la sensación más lógica, aunque olvidada: una risa incontenible. Irremediable. Se rió poseído de un milagro que disfrutaba en medio del caos, del ruido y el humo negro despedidos por los motores. También respondió con la hora exacta al muchacho de su misma edad que le preguntó afanoso y, a pesar de haber sido su mortal error, volvió a dar satisfactorias instrucciones a dos jovencitas que buscaban una dirección.

A Juan también le habían matado el miedo que le tenía al sol que pica, que pone la piel seca en tiempos de verano en una ciudad que no tiene primavera. Se jactó, solo, de sentir caer la tarde sobre sus hombros, pesada y sofocante. Con la misma decisión se aprestó a recibir la oscuridad de la que la multitud huía despavorida; amenaza aplastante, ineludible, que él aceptó valiente.

Bebió cerveza al lado de un trotamundos que ofrecía manualidades hechas de lata y se dejó invitar a bailar por una cuarentona de pechos grandes que lo vio borracho y lo tanteó en vano en busca de la billetera.

Juan Pérez sobrevivió la noche y lo dominó el aburrimiento. Con el amanecer le brotó, como saliendo por la cicatriz y en forma de ojal, un terror a quedarse así, muerto, sin riesgos que temer, sin miedo.

Escrito en julio de 2006

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