jueves, 7 de mayo de 2009

Retratos

1
Marleny es una mujer de piel tostada, cabello enfermizo y voz quebrada, que podía tener treinta años o cincuenta. Había recorrido la región metropolitana de su ciudad, en todos los sentidos, vendiendo lapiceros, libretas, cuchillos, bolsos, hilos, agujas, tarjetas, llaveros, estuches, carteras, cordones, en las casi doscientas rutas de transporte público, durante siete años. Gracias a eso vio crecer a sus dos hijos comiendo tres veces al día y durmiendo bajo techo. Pese a la soledad y a la necesidad de trabajar hasta catorce horas al día, subiendo y bajando de los buses que zarandeaban su cuerpecito menudo y débil, su pesadumbre surgió después, cuando en un enfrentamiento de bandas “por un pedazo de barrio”, como lo dijo ella, le mataron a sus hijos del alma a la salida del colegio.

2
Pepe. Así dijo que le decían un rubio joven con los dientes de adelante partidos y que pronunciaba la letra r como si se hubiera quemado la lengua. Dijo con voz muy grave que extrañaba su pedacito de tierra, sus gallinas ponederas, la vista desde su casa a los cultivos vecinos. Que no aguantaba más el ruido de los carros y la mala cara de la gente. Que había tenido que salir de la casa grande que se había ganado a pulso de pico y machete su familia en tres generaciones. Pero que lo que más le dolía era no saber dónde estaban los demás, los otros que habían salido al mismo tiempo que él, huyendo entre las cabezas sin cuerpo que todavía miraban con odio las huellas de unas botas sobre el camino. Aseguró que estaba triste porque no tenía nada diferente a la esperanza de que un día pudiera volver a la tierra donde había sepultado sus muertos. “No vale la pena vivir donde uno no tiene pasado”. Pepe no dijo nada más, se quedó como perdido en un silencio absoluto, y no le salieron lágrimas.

3
Tímidamente, Luis Francisco Loaiza, de 63 años, en la barra del bar y entre nubes de humo, me contó su historia de amor. Habían pasado doce años desde que Luis Francisco conoció el amor verdadero en un hombre de treinta años sonrientes, tranquilos, libres. Supo que era el amor, después de todo, porque le rompió el corazón y lo dejó destrozado. Juntos alimentaron el sentimiento durante dos años intercambiando cartas en las que todo era posible y fotos para ilustrar el recuerdo. Su amante le ayudó a olvidar su insípida soledad, le puso color a su casa y la llenó de flores, le descubrió un mundo que él había olvidado y otro mundo que ni conocía. Lo sacó de su escondite y le recordó bailar, reír, cantar, soñar. Pero después le recordó también el llanto. Lo hizo cuando se quitó la vida arrojándose desde un puente y se despidió sin remedio con un sobre lleno de exámenes médicos que confirmaban un cáncer que se lo estaba comiendo por dentro. Casi puedo imaginar lo que ve Luis Francisco cada vez que cierra los ojos para suponer que duerme: papeles arrugados ennegreciéndose, lanzando reproches rabiosos entre las llamas de su propio fuego.

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