lunes, 11 de mayo de 2009

Una noche un juego

Un relato

Piedra, papel o tijera. Fuera zapatos; y todavía sigue vestida después de esa trampa toda de que cada arete, cada pulsera y cada cosa que tenía en los bolsillos valía como prenda. A mí, en cambio, apenas me cubre el bluyín y la estoy pensando para lo que resta del juego. Suerte de principiante, si es que es cierto que ella nunca había jugado este juego. Yo se lo expliqué, pensando primero en que acabáramos rápido esa segunda botella de vino tinto y luego surgió la idea de que hiciéramos guerra de prendas. Ya estábamos bastante prendidos, de no ser así hubiéramos tenido la sensatez de dejar el balcón y entrarnos para el cuarto. Piedra, papel o tijera. Menos mal estamos en el piso veinticinco y deben ser las dos de la mañana… caigo en la cuenta de que aún tengo el reloj puesto. Ella, que se llama Mabel, se ríe de mí mientras me lo quito. Si lo pienso bien, me parece que muchas veces se ha reído de mí, ¿se habrá dado cuenta de cómo la miro cada vez que me habla de ese otro que ella llama “el amor de mi vida”?

Por algún instinto femenino, qué se yo, Mabel gana otra vez. Saca papel y yo piedra. Las reglas son claras: que el papel le gana a la piedra porque la cubre, la tijera le gana al papel porque lo corta y la piedra le gana a la tijera porque la aplasta. Me hace un guiño y se suelta el pelo para volvérselo a recoger. Me está matando. Mientras me quito el bluyín ella bebe el último sorbo de su copa de vino. Ya era hora. Sigue. Saca papel nuevamente y yo tijera. Se está quitando la blusa y acabo por reconocer cuántas ganas tenía yo de que eso pasara, de verla desnudarse para mí. Definitivamente quiero más, pero estoy en una posición desventajosa. ¡No lo puedo creer! Nuevo turno y Mabel saca su tijera y vuelve añicos mi papel. Se ríe a carcajadas, coge su copa vacía y la descarga de nuevo. Se pone las pulseras, los aretes y, por último, esa camiseta de flores que me tapa todo lo poco que al fin yo había podido ver…

Me estoy muriendo mientras me pongo de nuevo toda la ropa. Nos quedamos descalzos. “Ahí ves pues Gabo, el alumno supera al maestro y es un asunto de pura suerte”, me dice muerta de la risa y a mí eso no me hace gracia; en parte porque me siento ebrio… Le digo que no hay más vino ni ron ni cerveza, nada con qué seguir. Podemos pedir un domicilio pero la verdad yo sólo quiero llevármela a la cama. Sin embargo, estoy esperando que me diga que le pida un taxi. Pero no dice nada. Me ayuda a recoger las copas y las botellas de vino vacías, y a botar los restos del cenicero. Son las tres y cuarto de la mañana y hace frío. Nuestra noche había empezado bien, como muchas otras en las que hablábamos hasta el cansancio de las mismas cosas, de la misma gente. Y decimos otra vez que el trabajo es una mierda, que no nos pagan lo que merecemos, que somos gente sencilla y guerrera, que a veces nos desbordan los miedos y que muchos sueños nos quedaron grandes. En fin de cuentas, esas conversaciones en las que nos creemos únicos en el mundo, como si fuéramos especiales, casos particulares, irrepetibles. Pero es lo mismo. Siempre somos lo mismo.

Ya me da vueltas la cabeza y sólo quiero que se acueste conmigo. “Si te quieres quedar, de una; te vas más tarde y te ahorras lo del taxi”. “Uy sí, porque estoy fundida”, me dice sin mirarme y soltándose el pelo. Me voy a volver loco si no le digo. “Mabel, vas a pensar que estoy borracho, pero no te imaginas lo sincero que es esto, me encantas, me encanta estar contigo, hablar contigo, seguro me voy a tirar en esta amistad que tenemos hace rato pero tenía que decírtelo, no sé qué piensas, pero… por favor no me sigas haciendo esto, déjate ese pelo quieto”. Hijueputa. Se me salió así de una y me está mirando con cara de no sé bien. Me temo que se va a reír, como siempre. Espero que no lo haga porque me hace sentir como un culo. Pero no. Se sonríe apenas con esos ojos oscuros y esa carita que me gusta tanto, con esa expresión que me hace sentir tan tranquilo. “No jodás Gabo, yo ahora sólo quiero dormir; no quiero amanecer con ojeras justamente mañana”. Va y se mete al cuarto y yo feliz. Me hubiera podido mandar al fin del mundo pero si se sigue para mi habitación yo sólo puedo estar contento.

Ah Mabel, cómo es de egoísta. Se hace en el rincón de la cama, acurrucada de frente a la pared, con toda la ropa puesta; no quitó el sobrecama y apenas dejó un espacio para mí, en el borde. Ya sé dónde voy a despertar más tarde… y congelado. Me acuesto a su lado y reparto mi cobija para ambos, ella corresponde tirándome el pelo sobre la cara. Qué ridículo que esté pasando todo esto. Si nuestros amigos comunes se llegaran a enterar, no lo creerían, literalmente hablando. Si yo lo cuento, dirían que estoy delirando, que soñé despierto. Si Mabel lo cuenta lo tomarán como otra de sus tantas bromas inventadas para burlarse de los demás y de ella misma, sobre todo para darse el gusto de ver la cara de los otros cuando empiezan a creerse sus cuentos. Con ella siempre queda la duda de si lo que está diciendo es verdad o mentira. Yo creo que ella también a veces no sabe con certeza.

¿Cómo voy a hacer para dormir? Mabel ya casi está roncando. “Me encantas”, le susurro, y ella apenas si se mueve. Se deja abrazar pero me coge el brazo y la mano para asegurarlos en su torso. Vale, si no lo hace ahí sí podemos tirarnos en todo: una amistad de años y de confesiones de sueños frustrados y amores fallidos. Pero la verdad es que yo quiero tocarla toda, quitarle lo que tiene encima, ponerme yo, comérmela a besos, saber a qué sabe… Ya sé que no. Ya sé. Gracias al vino me voy quedando dormido; que si no, me la paso en vela, me encierro en el baño o la fuerzo y hago que nunca más quiera saber de mí.

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En algún momento de la noche debí quitarme todo. No recuerdo. El caso fue que cuando clareaba, Mabel se paró como un resorte de la cama y la vi de pie allí, por un segundo, como si hubiera acabado de llegar a mi casa en aquellos días en que no se ponía maquillaje: bella y despeinada. Se puso las medias y los zapatos y dijo que tenía que irse. “¿Pedimos un taxi?”, “No, dejá que ya a esta hora consigo bus”, “Te abro la puerta… no abre fácil… tiene como una clave…”, no me faltaba sino tartamudear. No sé por qué estúpida razón me envolví en la cobija, desde el pecho, y Mabel, que no podía quedarse con esa, se echó a reír diciendo que yo era “el dios romano traído directamente desde Marinilla”.

Riéndose entró al baño, dos segundos. Salió recogiéndose el cabello y me siguió hasta la puerta. Cuando la abrí, giré para despedirme y sentí que en ese instante no la quería, la odiaba por reírse de mí en un momento de esos; pero qué va, era por su risa fácil que yo también la amaba. Ya iba a salir y la detuve tomándola del brazo. “¿Recuerdas que me pediste que te avisara si te veía ojeras hoy de mañana?”, hice que recordara. “¡Sí, sí, claro! En tu baño no hay espejo… ¿Tengo?”. “Tienes. Será mejor que te hagas algo si no quieres que el amor de tu vida te vea muy fea hoy”.

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