miércoles, 20 de enero de 2010

Que la muerte los separe

A Lázaro, el corazón a veces le late con rabia y entonces se lo saca, como ya de pequeño le enseñaron, lo pone con cuidado sobre la mesa de noche y le habla. Le pide que se calme, que no vale la pena y le señala, en una clave, que puede seguir latiendo todo lo que quiera, porque nadie podrá detenerlo, pero que tendrá que dejar de reclamarle. Porque lo que el corazón le dice a Lázaro, cuando se llena de ira, es que no lo soporta, que por él ya se hubieran ido ambos al infierno, al fin del mundo, a quién sabe dónde. Después de que le habla, con paciencia, con un poquito de amor y con un montón de rabia correspondida, Lázaro lo pone de nuevo en la cavidad que le toca, acomoda un poco, ajusta la pequeña cremallera y espera, uno dos tres cuatro segundos, a que ese mismo corazón reanude los latidos, unos latidos tranquilos y sosegados con los que le dirá que lo ha perdonado, que le perdona la vida, que le perdona que repita otra vez lo mismo y lo someta a estados que ya sabe que se avecinan. El corazón de Lázaro quiere sacarse a Lázaro por algún lado y no tener que negociar decisiones con él, que es tan difícil, carece de sensatez y se rasura el pecho. Al corazón, Lázaro lo estruja muchas veces con fuerza, lo reta a quedarse callado, pasmado, comprimido. Lo reta a seguir latiendo.