lunes, 25 de abril de 2016

Noticias que trae el tiempo

—¿Usted es Gloria, cierto?

Me abordó cuando salía de la Universidad de Antioquia, por la esquina de Barranquilla con la Avenida del Ferrocarril. Yo iba con prisa, como siempre, nunca aprendí a caminar despacio así no tuviera afán. La miré sin saludarla, como ella había hecho, pero solo un instante porque ahí mismo le quité la mirada, no pude corresponderle a esos ojos fijos en mí, ansiosos, atentos. Seguí caminando y contesté a su pregunta con un sí imperceptible que ella no se ocupó de descifrar.

—¿Se acuerda de mí? Yo soy/

—Sí —la interrumpí bruscamente.

Me acordaba perfectamente, aunque la hubiera visto una sola vez en la vida, no de su nombre, aunque tal vez en ese momento sí, pero jamás olvidé su cara blanca y alargada, la boca pequeña, los ojos oscuros, sin maquillaje; el pelo cortico, partido a la mitad, liso y oscuro; y su voz, bueno, más que su voz el tono autoritario con el que la había escuchado las innumerables veces que me llamó por teléfono. Sí que sabía quién era, aun cuando no podía sospechar por qué diablos había ido a buscarme después de cuatro años de haber cerrado el que para mí, a mis veintiún años, había sido el capítulo romántico más tormentoso de mi vida.

—Es que yo le quería preguntar/

—Mire, si me va a preguntar por Giovanni, yo no me he visto ni he hablado con él, no sé nada de él/

—No, le quería preguntar era si usted de pronto tiene una foto de él, grande, muy bonita, de cuando estaba prestando servicio/

—No, yo no tengo nada de él. Nada.

En esa conversación tirante llegamos al semáforo de Carabobo con Barranquilla. Queriéndome alejar de ella con cada frase interrumpida y tajante había conseguido arrastrarla hasta allí. En el cruce todo lo que yo quería era que la señal diera paso peatonal. En medio de ese rechazo hacia ella lo que me asistía también era miedo, podía ser que ella llevara días montándome guardia a la salida de la universidad quién sabe con qué oscuro propósito.

A todas esas me contestó con un “Ah, bueno”, tan apagado, tan como yéndosele el aire de los pulmones, que contrastó con el orgullo inocuo e inmaduro con el que yo le dije “nada”. Cuando, casi que no, cambió el semáforo, me lancé audaz, casi feliz, sin interesarme por ella, por mí estaba todo terminado nuevamente con ella. Alcancé a dar dos o tres pasos resueltos que ella interrumpió sin moverse de la esquina, tocándome con cada sílaba a mi espalda:

—A Giovanni lo mataron hace dos años.

***

A Giovanni lo conocí en un bus de Bello, cuando yo apenas iniciaba mi carrera en la universidad y vivía en el barrio Rosalpi con mi mamá, su esposo y mi hermanito de dos años. Él iba para el batallón Pedro Nel Ospina, volvía de un permiso. Lo recuerdo muy serio, de hablar pausado, tranquilo. Era lindo, no muy alto, la cara redonda, la dentadura perfecta. En el viaje que nos unió me contó que vivía en Santa Cecilia, un barrio muy cercano para mí pues por allí pasamos siempre con mamá desde Villa de Guadalupe, donde vivían mis tías y mis primos, a Santa Cruz para visitar a su mejor amiga. Yo creo que el hecho de que yo conociera bien esos barrios nos hizo sentir conectados de alguna manera a pesar de yo ser una juiciosa universitaria y él no tener el más mínimo interés por el estudio o los libros. Fue una buena primera impresión que nos llevó a muchos encuentros. Como era común en esa época, le dejé el número de teléfono (cuando eso no había que decir que era fijo) anotado en un papelito.

 

Durante los tres o cuatro meses más que viví en Bello nos vimos cada semana, hablamos todos los días y de vez en cuando me regalaba notas escritas en papel mantequilla en las que creo me decía cosas como sacadas de credencial, frases que en ese momento decían todo y ahora no dicen nada, pero lo que más recuerdo era que les hacía marcas con cigarrillo en los bordes, como decoración, a pesar de que no fumaba. Un par de veces lo visité al batallón y también fui en varias ocasiones a su casa. Vivía con su abuela en una casa de techo alto con dos habitaciones muy pequeñas y oscuras. Nunca me habló de su madre y de su padre no tenía idea. La abuela, una mujer demasiado flaca, era toda su familia, la que lo acabó de criar cuando se lo entregaron en el hospital acabado de nacer sietemesino. Era una historia que contaba mucho y que la abuela me confirmó: que como no tenían para pagar el hospital se lo entregaron para que se lo llevara y ella lo tuvo dos meses metido en una caja de cartón, alumbrado con un bombillo y dándole apenas agua, “como a un pollo”, remataba él. Yo lo miraba, de pies a cabeza, tan bajo de estatura pero fornido, y casi no lo podía creer.

 

De la sonrisa de Giovanni no tengo ni un recuerdo. Todas sus imágenes vienen a mí en forma de un tipo adusto, algo melancólico, sin pizca de sentido del humor. Una vez fuimos a la universidad, a ver alguna película en el Camilo Torres, no sé, y cuando salíamos por la portería de Barranquilla me dijo, textualmente: “No me gusta el ambiente de la universidad, está lleno de mariguaneros”.

 

Para el año siguiente yo me fui de Bello a Campo Valdés, donde una prima de mi mamá que tenía un cuarto disponible y era mi única alternativa ya que mamá se iba de nuevo a vivir a Apartadó. Ese año Giovanni terminó de pagar su servicio militar obligatorio. Ahora estábamos más cerca.

 

Un día nos citamos en la 45, exactamente en Comfama de Manrique. Nuestros programas consistían en caminar por ahí, comer helado o tomar gaseosa, para entonces ni él ni yo le hacíamos mucho a la cerveza. Desde la entrada principal del edificio vi cuando Giovanni se bajó del bus y se dirigió a mí, resuelto, sin duda. Tras él venía ella, igual de resuelta y con la cabeza en alto, mirándome por primera vez con esos ojos reclamantes. Y con ellos venía también todo un novelón melodramático del que yo pude escaparme meses después, después de persecuciones de ella para saber dónde vivía yo, de llamadas de ella para pedirme que me alejara de su hombre, de llamadas de él para que no le hiciera caso porque ya no estaba con ella. Por fortuna durante mis años en la universidad cambié de domicilio por lo menos seis veces y de Campo Valdés me fui a vivir unas cuadras más arriba, a Manrique Central, donde papá nos había conseguido una habitación a mi hermana y a mí que ahora venía también a seguir sus estudios.

 

Fue en 1994 que nos instalamos donde doña Ana. Su hija maestra, colega de mi papá en el colegio de Titiribí, celebraba cada fin de semana que venía de visita el reporte que Jorge Carrasquilla leía en Cómo amaneció Medellín: una lista larga de muchachos muertos en todas partes, siempre más de tres, más de cuatro, acribillados en una esquina, en el baño de sus casas, sacados de sus casas, en una fiesta. Y la profe decía extasiada: “Ahí van cayendo”. Me dolía ver celebrada la muerte de esa manera, con explicaciones tan funestas como que eran viciosos o que el que la paga la debe, y nos están es limpiando de plaga.

***

Me detuve sobre Carabobo. Puedo recordar un frío que me recorrió el cuerpo entero. Ya pasó tanto tiempo que no sé con certeza qué pensé. Quizá pasaron por mi cabeza, desordenadas, magnificadas, ensombrecidas, todas las imágenes que tenía de Giovanni; como dicen que sucede cuando uno va a morir. No había de otra, tenía que devolverme. Me volví despacio y la vi ahí, tan triste y pálida como ha de verse una viuda que amó con las entrañas. Y yo no tuve nada para decirle, yo, enfrente de ella, no tenía ninguna palabra pendiente. Pasó un tiempo eterno y absurdo en el que solo podía pensar que lo que ella me recordaba y me estaba trayendo con su presencia era algo tan lejano ahora para mí. De otra era, de otra yo, era ese tiempo de nuestras largas conversaciones telefónicas en las que ella me decía que él le pegaba y luego que la amaba, en las que yo le decía que se valorara, que lo dejara, pero no que lo dejara para mí, que lo dejara por ella. Estaba obsesionada y esa obsesión me convenció de que yo no tenía nada que hacer ahí, en medio; en medio de nada.

 

—No sabía. …Yo no quedé con ninguna foto.

 

No soporté más y di vuelta de nuevo. Crucé Carabobo siendo consciente de sus ojos clavados en mi cuello, quizá acusándome, quizá otra vez reclamándome. Quiero pensar que le quedó el alivio de confirmar que fue ella quien de verdad amó a Giovanni.

 

Terminé mi ruta hasta la residencia estudiantil en Prado Centro pensando en todos esos nombres de muchachos muertos aquellos años, los muchachos de la guerra, como les decía una de mis tías. Entre ellos, él, Giovanni Castaño. Otro parte de muerte en la prensa, en la voz de Carrasquilla, que seguro escuchó y celebró la hija de doña Ana, allá en la casa de Manrique, cuando yo iba a la universidad, cuando era normal ir a visitar a familiares y conocidos en Santa Cruz, Aranjuez, Santa Cecilia, Villa de Guadalupe y enterarse de que otro de los pelaos que conocíamos ya no estaba.

___

 

ASESINADO OTRO EXMILICIANO

El Tiempo, 2 de mayo de 1995

Medellín. Con el asesinato de Juan Pablo Prisco Zapata ayer, ya son cuatro los integrantes de la Cooperativa de Vigilancia de los milicianos reinsertados en el oriente de Medellín muertos durante el fin de semana.

Prisco, de 22 años, se encontraba cumpliendo con sus rondas de vigilancia en la calle 112 con la carrera 42, en el sector nororiental de la Medellín, cuando varios desconocidos le dispararon.


El domingo, otros tres exmilicianos fueron asesinados en un hecho que fue atribuido por las autoridades a retaliaciones internas entre los miembros de la Cooperativa. En esa ocasión murieron el supervisor de Coosercom, Giovanni de Jesús Castaño, de 22 años; el vigilante Wilmar Alberto Escobar, de 19 años, y la compañera de este último, una menor de 15 años.

jueves, 2 de septiembre de 2010

Humo

De ningún descubrimiento se trata. No podría ser. Sólo entiendo que la vida es esto. Esta precariedad. Este vacío. Esta pregunta sin respuesta. Este corazón maltrecho. Esta cabeza perdida, este humo. Este ron haciéndome efecto. La vida es nada. Esto no más. Esto que escribo. Este llanto que me atraganta. Ese adiós que no nos dimos. La vida es ese beso sin beso, esa despedida, esa ausencia, ese dolor, esa palabra no dicha. La palabra dicha, gritada, inoportuna. La vida es esta carencia de hoy que puede ser presencia mañana, relleno mañana, promesa mañana, dolor mañana. La vida es esto que hoy es tragedia y mañana es sonrisa, risa. La vida es ese instante de vos regalado una noche, ese instante de vos que me niegas en adelante. Esta lágrima que rueda, este deseo insatisfecho. La vida, vivir. Lo precario de estar aquí, es estar sin estarlo, sin quererlo, sin decidirlo. Estar olvidándolo, ignorando que estoy, que estás, que estamos. La vida es este problema inconcluso, este proyecto en marcha, esta incapacidad de aprender y esta capacidad de entender sin percibirlo. La vida es esta marcha hacia más preguntas, la incertidumbre, el riesgo, el peligro. Nada. No es más. La vida no es andar por ahí sin problemas, sin preguntar, sin amores, ni tropiezos. La vida es esta caída constante, este pararse eventual, de repente, sorpresivo y seguir caminando, eso es la vida, pararse y seguir, encorvado o erguido, mantener la marcha y la sonrisa, el rostro feliz, conforme, triste, miserable, melancólico. La vida es que tú te vayas, que él se vaya, que vos quedés y yo también. Que otros vengan y me salven. Que nadie me salve porque si no soy yo no es nadie. La vida es esto. Nada más que lo que escribo, que el desespero, que la locura de beber, fumar y no lograrlo, no borrarlo. El afán de llegar a casa y soltar estas palabras, este espíritu estrecho, malqueriente, malquerido, sin ideas, perdido. La vida son estas letras, símbolos. La vida es el olor lejos de aquí, de este teclado. Es estar con vos y no estar. Es estar aquí y no estar. Es querer partir cuando uno está llegando. Es querer estar cuando te están echando. La vida. La reconozco. La vida. Esta precariedad. Esto que es nada. El humo. Y ya.


Me sobra inteligencia para entenderlo. Me falta coraje para vivirlo. Y ya. No hay más. Que siga el humo y me acompañe, y cuando se borre todo lo que me cubre, que no me quede más que reír, burlarme, sentirme contenta por lo que no entiendo, por lo que ignoro, por lo que no sé, por lo que estoy olvidando, por lo que voy dejando, por lo que va quedando de mí.

jueves, 19 de agosto de 2010

Aprendiz

“¿Y qué hago entonces para cerrar con llave?”
Cerró.

Yo me crucé de brazos y de piernas
Sentada en la jardinera donde le pedí perdón
Llovía en la montaña
Podía verse
Y él se paró por un momento a contestar el teléfono.
Un timbre que no me gustaba
Una voz allí que me ignoraba.

“¿Llevas las llaves?”
Me entregó las suyas y se puso la chaqueta
No dijo nada
Sólo se alejó
Con las manos metidas en los bolsillos
Y silbando que me olvidaba.

Yo pensé
No pude
Y me venció la tormenta que vi caer sobre otras casas
Arriba
Donde también el plomo caía del cielo
De un dedo.

Me borré.

La puerta quedó sin llave
Pero trancada por dentro.
Ya ni yo podía entrar a esa casa a escamparme.

Me ofreció fumar
Y apenas le recibí un tinto.
La calle sería grande
El tráfico rápido y loco
Mi cabeza no podría con tanto.
Ya estaba atomizada
Y moribunda.
El agua que no llovía
Me daba frío.

“¿Y a qué viene todo esto si ya vos sabías?”
Sí, sí, ya sabía
Y morir también sabemos
Pero no sabemos morir
Tras las puertas y ventanas mojadas
No aprendí la lección que me gritó todos estos años.
Estos daños.

Arrojé las llaves a la alcantarilla.
Y bajo un puente ruidoso encontré una familia
Rota, desconfiada
Famélica
Que en la noche me sembró una navaja para no devolverme unas cosas.

Me fui y no fue nada.
Me fui y fue cerrar sí la puerta con llave.

miércoles, 20 de enero de 2010

Que la muerte los separe

A Lázaro, el corazón a veces le late con rabia y entonces se lo saca, como ya de pequeño le enseñaron, lo pone con cuidado sobre la mesa de noche y le habla. Le pide que se calme, que no vale la pena y le señala, en una clave, que puede seguir latiendo todo lo que quiera, porque nadie podrá detenerlo, pero que tendrá que dejar de reclamarle. Porque lo que el corazón le dice a Lázaro, cuando se llena de ira, es que no lo soporta, que por él ya se hubieran ido ambos al infierno, al fin del mundo, a quién sabe dónde. Después de que le habla, con paciencia, con un poquito de amor y con un montón de rabia correspondida, Lázaro lo pone de nuevo en la cavidad que le toca, acomoda un poco, ajusta la pequeña cremallera y espera, uno dos tres cuatro segundos, a que ese mismo corazón reanude los latidos, unos latidos tranquilos y sosegados con los que le dirá que lo ha perdonado, que le perdona la vida, que le perdona que repita otra vez lo mismo y lo someta a estados que ya sabe que se avecinan. El corazón de Lázaro quiere sacarse a Lázaro por algún lado y no tener que negociar decisiones con él, que es tan difícil, carece de sensatez y se rasura el pecho. Al corazón, Lázaro lo estruja muchas veces con fuerza, lo reta a quedarse callado, pasmado, comprimido. Lo reta a seguir latiendo.