martes, 29 de septiembre de 2009

Sofocante

Se me ocurre
Es martes. Son las tres de la tarde. El informe climático dice que estamos a 32 grados centígrados en la ciudad de Medellín. Posiblemente se nuble en una hora, anuncia el pronóstico. Estoy en casa, trabajando un poco; sólo un poco. Tengo sueño: dormí anoche tres horas, no tomé café a primera hora de la mañana y me arrulla el bochorno. Para contrarrestar tengo los pies metidos en un balde con agua fría: un alivio.

El cuerpo agradece. Sin embargo, el alma (esa cosa que tenemos por dentro llena de todas esas otras cosas sin forma, sin tamaño, sin nombre) la tengo en un sofoco permanente. En un infierno que no puedo apagar a punta de agua. Aunque ya la tengo ocupada con asuntos de orden personal, me empeño en agobiarla con información de otras órbitas. Hoy, de manera especial, le tengo una lista de imágenes de una ciudad en la que a veces me siento atrapada, de la que a veces me siento cansada; en la que siento que grita alguien y nadie escucha; en la que veo que celebra otro y nadie comparte; una ciudad profundamente sola, profundamente engañada.

...En realidad sólo se me iba a ocurrir decir que hay tantas ciudades como personas, como familias, como calles, como barrios. Que hace semanas vi repartir armas, como dulces, al jefe de una banda de barrio, entre chicos con edades de los diez a los diecisiete años. Para defender dos manzanas, que más bien serían como otra fruta deforme, en estas lomas invadidas de Medellín. Otros niños dos cuadras arriba también recibieron dotación y municiones. Todos los días hay muerto. El jefe dijo, bien pronunciado y para que todos escucharan: “Esto es entre nosotros, pero en la guerra siempre cae gente inocente”.

En ese barrio que digo, que es cualquier barrio, que es todos los barrios, vive una parte de mi familia. Mis primos, que son trabajadores, salen todos los días falda abajo a ganarse la vida en la microempresa de estampados que tratan de sostener hace varios años en el sur de la ciudad. Una de mis primas no puede subir donde otra tía porque fue novia de un desmovilizado de las autodefensas. Ya le advirtieron.

Son sólo ejemplos, mis ejemplos, de unas historias que se repiten sin cesar, que me sofocan y me irritan. Llamas que me queman por dentro mientras escribo en casa con los pies metidos en un balde de agua fría para refrescarme.

domingo, 27 de septiembre de 2009

Un lugar llamado El Polvero

Un relato (?)

1

Mercedes Gutiérrez llegó al sitio conocido como Morrón, a orillas del río Cauca, cuando tenía siete años. Sus padres la dejaron al cuidado de los dueños de una de las primeras haciendas que hubo en la zona, colonos caldenses que tuvieron las mejores tierras y el mejor ganado. Mercedes ayudaría en los quehaceres y se ganaría el estudio y la comida. Una ilusión. La verdad fue que tuvo más trabajo del que una pequeña de su edad podía hacer y nunca conoció la escuela. Se crió con los mayordomos y no volvió a saber de sus padres, una mujer enferma y débil de espíritu que siempre se doblegó a los deseos de su esposo, y un hombre miserable que regó hijos por toda la región.

La pequeña Mercedes aprendió a vengarse de su destino disolviendo mocos y babas en las comidas que servía, pasándose los panes del desayuno de los hacendados por su vagina mojada de orín e importunando con ruidos de pasos y voces los libidinosos encuentros de un cura de la familia que en las visitas de cada mes se acostaba con una prima lejana.

Así, en medio de pilatunas que sólo ella sabía, de regaños y palmadas de la vieja que la crió, y con las manos llenas de callos cumplió Mercedes sus quince años, se enamoró de Eliécer Correa y empezó a dar a luz a sus diez hijos.

Eliécer tenía veinticinco años cuando la encontró en la loma untándose la leche de una hoja morada que le habían dicho que servía para quitarse las verrugas de los pies. Sin decirle nada, la arrinconó contra una roca y la hizo suya sin ningún esfuerzo, mirándola a los ojos mientras su espalda se ponía roja con las hojas que Mercedes sudorosa le frotaba con las manos. Ella no tuvo que pensarlo mucho para empacar sus cosas y subir falda arriba con un hombre que le llevaba diez años y que tenía una merecida fama de vividor y mujeriego. Eliécer se la llevó para su casa arriba en El Polvero, donde el sol no sofocaba tanto.

Eliécer era el último de una familia de siete hijos que se habían ido uno tras otro a poblar otras tierras. El patriarca, don Tulio Correa Sánchez, viudo, acabado ya y con más de ochenta años, pareció no darse cuenta de la llegada de Mercedes. A ella poco le importó que su suegro no diera muestras siquiera de desagrado cuando soltó su caja de cartón llena de ropa, la abrió desatando la cabuya y empezó a colgar sus vestidos en el armario.

2

Desde El Polvero se divisaba el amanecer sobre el río Cauca como en una postal. Las haciendas a cada lado de la corriente parecían aldeas de un pequeño pesebre vistas desde allá arriba. La casa de los Correa, en la que Mercedes y Eliécer levantaron a seis hijos y vieron morir a cuatro de ellos cuando acababan de nacer, quedaba en una de las mejores planicies del sitio; muy cerca de la tienda y del paradero del único y destartalado carro que hacía, una vez al día, la ruta de cuarenta kilómetros entre la vereda y la cabecera del pueblo.

La pequeña finca de los Correa tenía banano, plátano, café, naranja, mandarina, mango, guama, cacao y maíz. Tenían también gallinas, tres caballos y alguna vez tuvieron una vaca. Recuerdo lo que más me gustaba: el huerto lleno de cebollas, coles y tomates pequeñitos. En El Polvero ellos eran los campesinos que mejor comían, tenían televisor y en diciembre armaban un árbol grande de navidad. Nosotros éramos felices allá en vacaciones. Mi hermana, más arriesgada que yo, montaba los caballos mientras yo me echaba a rodar por la pendiente. Después nos íbamos para el cacaotal a jugar a que recogíamos la cosecha, y la dejábamos en el suelo. Por la noche, caían sobre mi mamá los reclamos por el cacao verde encontrado en el terreno.

En sus regaños, mamá solía decirnos que había sido por nuestra culpa que la vieja Mercedes había perdido la vista. A veces se le olvidaba la mentira y decía que al que le habíamos sacado un ojo había sido a Juan, el hijo de la vieja. Nosotros siempre dudábamos, otras veces nos daba miedo, otras apenas si le hacíamos caso. Pero cuando estábamos allá de visita, en El Polvero, en la casa de los Correa, mi hermana se apresuraba a preguntarles si era cierto. Apenas se reían socarronamente. La vieja no decía nada, se corría el cabello largo y blanco que le picaba en la cara y seguía desgranando mazorcas. La recuerdo así: siempre pelando, desgranando y pilando maíz; y siempre con un delantal rosado con una pequeña flor bordada en el único bolsillo. Cada año, cuando la visitábamos, mamá nos invitaba a acercarnos a ella para que nos tocara. Año tras año nos encontraba más grandes y preguntaba sin interés en qué grado estábamos.

No recuerdo cuándo y de qué murió la vieja Mercedes, sólo sé que en unas vacaciones de la escuela, en las que volvimos a la casa de techo de bahareque y piso de madera, no había quién nos midiera tocándonos la cabeza. Quedaban solamente los tres hijos solterones que la habían acompañado hasta el final, un gato sucio, la polilla que se comía todo, un rastrojo que invadía la casa y la cara trastornada de María, la menor de la familia, que apenas pasaba de los treinta años, pero que siempre se había visto vieja de tragarse el humo de la leña haciendo de comer para todos.

María ya estaba loca cuando murió la vieja. Andaba todo el día con una escoba hecha de ramas, hablando aunque fuera sola y echando gallinas que le sacaban el maíz cocido de la cocina. Mamá decía, pensando que no escuchábamos, que María seguro era señorita, que con esa chifladura era improbable que hubiera conocido hombre. La vi vestida de domingo, sin sus botas pantaneras y muy perfumada, un Viernes Santo en que mamá nos llevó a la procesión en el pueblo. Se había untado labial en los pómulos y se había hecho un moño en la cabeza. Recuerdo su pequeña joroba y la mueca extraña que era su risa.

Con María vivieron siempre sus dos hermanos. El mayor de todos, Gilberto, y el benjamín, Juan.

Gilberto era la diversión de la casa en donde hacían estación los trabajadores que subían la pendiente desde orillas del río Cauca hasta la pequeña meseta de la vereda, El Polvero. Los campesinos, con sus machetes al cinto y olorosos a sudor, paraban siempre en la casa de los Correa a las cinco de la tarde, antes de regresar a casa, a tomar el guarapo de María y a escuchar las historias increíbles que narraba el viejo Gilberto. Ellos sabían que a él bastaba con preguntarle cualquier cosa, la hora o qué estaba haciendo, para ponerlo a hablar. Recuerdo las risas de los muchachos repitiendo las historias del viejo en sus casas y diciendo que eran demasiado buenas para ser ciertas.

Según lo que contaba, Gilberto había tenido una vida apasionante y llena de aventuras, en la que cada cosa conseguida, cada recuerdo que guardaba, tenía su propia historia cargada de peligros, encuentros y desencuentros, desenlaces inesperados. Era todo un cuentero. Lo malo era lo difícil de encontrar el punto final a sus relatos, entonces todos optaban por despedirse sin escucharlo terminar o empezar otra historia. Pero Gilberto igual acababa sus relatos contándoselos al perro o a las gallinas. Mi hermana y yo nos escondíamos a reírnos de él detrás de los costales repletos de naranjas hasta que María nos pellizcaba pensando que queríamos estropearlas.

Juan sólo tenía un ojo y usaba lentes muy gruesos con marco verde. Nunca lo vi sin sombrero y tampoco le conocí novia. Tenía unos treinta años cuando le hacía ojitos a mi mamá y ella le correspondía. Su vida fue siempre la tierra; en la casa de los Correa era el responsable de los cultivos y, aunque a regañadientes, era el que armaba las encomiendas que se llevaban los visitantes. Después de muerta Mercedes fue él quien tomó la decisión de hacer una casa nueva, de ladrillo, al lado de la casa vieja de bahareque que estaba a punto de caerse.

Juan miraba como sin mirar y era demasiado evidente que no le gustaban las visitas porque, según él, le secaban el palo de mango, le dañaban la huerta, jugaban con la cría de la gallina, montaban los caballos, se bañaban en el tanque de lavar el café. Y sí, las visitas hacían todo eso, pero luego ya no hubo más pollitos con qué jugar y el caballo que Juan tenía para ir al pueblo sólo se dejaba montar por él. El tanque también se llenó de musgo y hojas secas y el huerto apenas si tenía hierbas que María decía servían para dormir.

3

Después de la muerte de Mercedes, no hubo más café ni cacao ni plátano. Apenas sobrevivían los frutales y un caballo mal encarado en el que Juan traía el mercado del pueblo los domingos, incluida la cebolla, la col y el tomate. El Polvero también dejó de ser la familia que era y las visitas a la casa de los Correa se hicieron menos frecuentes. Otros tiempos llegaron, nuevas gentes también. Y mamá ya no está para recordarnos que siempre hay que volver al lugar de los primeros amores, los primeros recuerdos, las primeras personas; el lugar de la niñez vivida en los caminos polvorientos, subidos en los palos de mango, cogiendo cebolla para los huevos revueltos de la mañana y persiguiendo gallinas a las cinco de la tarde para encerrarlas.

martes, 22 de septiembre de 2009

Dos

Me estaba hablando sin parar de lo bueno que había pasado durante sus años de universitario, de las rumbas, del ron, de las viejas. Bueno, no sé de qué más. Yo me perdí, estaba pensando en otra cosa, mejor, en otra persona. Mientras José hablaba sin fin yo me puse a pensar en Manuel, en qué pasaría si entrara ahora por esa puerta giratoria del hall del hotel con alguna mujer de la mano. Me preguntaba si se acercaría a mí como lo hace siempre que nos vemos, que me coge la cara entre las manos y me da un beso con ganas en la boca.

Volverás a las palabras perdidas


Ayer tuve ganas de volver a escribir.

Eran las doce del día y acababa de pararme de la cama. Recordé que tengo entre manos una historia vieja, llena de datos, con personajes fuertes y mucha acción. Hace tiempo que dejé de escribir y me dediqué a la bohemia, a la vida errante como dicen entre dientes mis cuñadas. Estoy llegando a los cuarenta y en los últimos dos años me he bebido todo el licor que dejé de tomarme durante los siete que estuve casado. Perdido. Y ayer de repente, tal vez porque no desperté con resaca, sentí que quería escribir esa historia de una vez por todas, la historia del fratricidio en la familia de los Correa, vecinos de la vereda donde se enamoraron mis padres.

Después de mucho tiempo de mantenerlo con llave, entré al cuarto destinado a la biblioteca. Pasé por alto la sensación de no haber visitado antes esta parte de la casa y me senté frente al computador apagado con ganas de inventar una excusa para no encenderlo. Pasé los dedos por encima del monitor y me fastidió el polvo. Saqué el teclado. Cuánto tiempo. Desconectado. Me decidí: conecté cables y presioné el botón de encendido.

Mientras cargaba, fui por un resto de cigarrillo que dejé la noche anterior en la cocina. Lo encendí, un par de chupadas y se acabó. El aparato todavía estaba arrancando, dándome tiempo para pensar en algo y desistir. Empecé a buscar unos apuntes para el relato. En vano. No sé en qué momento la mesa y los estantes se convirtieron en monstruos impenetrables con libros ocultos tras otros libros, revistas viejas sobre las menos viejas, lomos invertidos, cubiertas con marcas de vasos, ceniza de cigarrillo por todas partes… si nunca entré, o no recuerdo haber entrado en meses. Sin embargo, en mi casa hace mucho rato que entran y salen amigos sobrios y borrachos, a cualquier hora del día, cualquier día.

Ahí estábamos. Frente a frente. El archivo abierto por última vez el 13 de diciembre de 2006 y yo. Leí lo que había escrito, algunos párrafos terminados, muchas líneas de sugerencias, pedazos resaltados y una lista al final de los personajes y su hoja de vida. Qué pereza, pensé, este cuento no tiene salvación, ¿por qué me dio por escribir hoy? Abrí un nuevo documento. Opté por teclear palabras sobre la pantalla blanca. Un ataque de locura. Brotaron palabras, de mi cabeza, de mis manos; las deposité todas sin compasión aquí en la pantalla. Muchas. Ahí, juntas, no tenían sentido. Yo no tenía nada qué escribir pero estaba escribiendo. No supe bien lo que hacía hasta que, como despertando, me detuve. Me paré de la silla.

Eran las dos y veinticinco de la tarde en el reloj de la cocina. Saqué agua de la nevera, bebí y volví a enfrentarme al computador. Escribí más palabras sin parar. Palabras que recordaba, que me sabía, que había escuchado, que no sabía qué significaban o cómo era su ortografía. Era como una diáspora. Palabras enloquecidas. Yo como enloquecido. Volví a parar y el reloj me decía que eran las tres y cuarto.

El texto no tenía sentido. Lo que tenía ante mí era un reguero de palabras, arrojadas. Me dolieron todas, cada una de ellas, tiradas allí. Sin dueño, sin sentido. Burladas, tristes, desconectadas. Negras. Perdidas sobre el fondo blanco. Me dolió de verdad verlas desperdiciadas, gastadas, abusadas, violentadas. Me sentí culpable. Culpable del delito de escribir así.

Ayer perdí las ganas de volver a escribir.

Eran casi las cuatro de la tarde y acababa de pararme del escritorio. Recordé que para anoche tenía entre manos un posible desenlace erótico en mi vida real, con Yamile, un personaje fuerte que me presentaron hace poco unos amigos y que parecía vivir en acción. Hace tiempo que necesito una mujer que me acompañe, que me rescate de la bohemia y me devuelva a casa. Estoy llegando a los cuarenta y en los últimos años no he vivido ni una sola historia que merezca ser contada. Tendría que escribir de borracheras sin deleite y conversaciones olvidadas. Palabras perdidas. Palabras como éstas.

domingo, 13 de septiembre de 2009

Córdoba: el arco iris de Puerto Berrío

Con un espíritu y una vida pintados de colores, en tonalidades claras y oscuras, este artesano de ataúdes, hace parte del pasado, del presente, de las historias de vida y muerte del municipio de Puerto Berrío, en el Magdalena Medio antioqueño.

Una crónica

"Se venden ataúdes a precios faborables (sic) Desde $90.000" Anuncia el tablero en la fachada verde, con zócalo mostaza y dintel café. Arriba de la puerta: "Artesanías Córdoba: el hijo del pueblo".

Y Córdoba, con sombrero beige, cabello y bigote blancos, camisa rosada, pantalón verde y zapatos blancos, está sentado, con sus 73 años que parecen 50, en una butaca de madera que él mismo hizo.

"El nombre completo mío es, espere pues yo le cuento", señala el cuaderno de notas para que todavía no escriba, "Gilberto Córdoba Jaramillo, y así me firmo yo. Pero cuando tenía como 25 años fui a sacar una fe de bautismo y me dijeron que yo era 'de Jesús'. Yo no sabía, yo no me llamo Gilberto de Jesús".

Pocos en el municipio de Puerto Berrío, donde vive hace siete décadas, saben esa historia. Pocos saben siquiera el nombre completo de Córdoba.

"Nosotros le decíamos 'Zapato Blanco', por bailarín", interviene un vecino atraído por la grabadora. "Se mantenía bailando en las discotecas y uno iba no más que a ver cómo bailaba. Ni los muchachos sabían hacer los pasos que él hacía". Se queda serio y enfatiza moviendo la cabeza, el vecino que se va.

"Pero yo todavía bailo", se apresura Córdoba. Afirma que hace la "tijereta", esa figura en la que el bailarín o acróbata abre sus piernas hasta quedar en una larga línea horizontal sobre el piso. "La hacía mucho antes, lo que pasa es que ahora está uno como enfermo".

Sin embargo, de vez en cuando y después de su jornada de trabajo como carpintero, Córdoba se va para "El centavo menos", un bailadero ubicado por los lados del puerto y con la luz suficiente para ver a los que bailan. Porque la luz y los colores son muy importantes para este artesano quien asegura que "esos ataúdes negros son como muy muertos, yo más bien los hago grises con algún bisel amarillo".

"Primero, muchas veces me copiaba los diseños de los ataúdes que traían de Medellín para las funerarias. Pero ya no. Ya yo hago lo que me parece bonito y bueno, los pinto a mi manera y los termino a mi manera", dice.

Córdoba aprendió el oficio de carpintero cuando tenía 13 años y desde entonces vive de hacer puertas, ventanas, escaparates y, en los últimos años, sólo ataúdes. "La madera para hacer los ataúdes es más barata y además ya no me quedan muchas fuerzas para hacer tanta cosa", explica.

Había llegado a Puerto Berrío cuando apenas tenía unos cuatro o cinco años, no recuerda. Venía con sus dos hermanos y sus padres a comienzos de la década de los treintas del siglo pasado, proveniente del municipio de Remedios, región nordeste de Antioquia.

Por aquellos años ya Puerto Berrío se consolidaba como un importante centro regional donde convergían el transporte fluvial por el río Magdalena, el terrestre por la vía Medellín-Puerto Berrío y el ferroviario pues el Ferrocarril de Antioquia tenía allí su principal estación.

"Vinimos al entierro de un familiar y nos quedamos. Mi papá trabajaba en el campo y nosotros íbamos a la escuela". Pero las necesidades económicas lo hicieron dejar las aulas para dedicarse al trabajo. La pala y el azadón nunca le gustaron. Prefirió usar las manos para fabricar cosas.

La artesanía de ataúdes es su medio de subsistencia a pesar de la competencia que libra con las grandes funerarias del municipio. "Yo soy un humilde artesano. Estos ataúdes son hechos sin maquinaria de ningún tipo, ahí está la diferencia porque yo no hago producciones en serie".

Otros tiempos

"Hace mucho tiempo me fui con un amigo para Magangué (departamento de Bolívar) dizque porque allá me iba mejor con los ataúdes. Pero nada, ese pueblo estaba como muerto y me tocó venirme para Barranca (Barrancabermeja, Santander) donde estuve como un año. Tampoco me gustó ni tuve mucha suerte y me regresé para Berrío", cuenta Córdoba.

"Éste es un pueblo muy bueno, aunque tuvo sus épocas malas". Córdoba recuerda la "primera violencia", en los años cincuentas cuando sus ataúdes y servicios funerarios fueron tan bien recibidos por aquellos que alcanzaban a rescatar del río Magdalena los cuerpos muertos de sus familiares y amigos.

Así que no fue sólo por negocio que Córdoba se fue de Puerto Berrío por un tiempo. A mediados del siglo pasado, al municipio le tocó padecer la época de la violencia política que empezó en el país en 1948 tras la muerte del dirigente liberal Jorge Eliécer Gaitán. Puerto Berrío, como muchas otras localidades en Colombia, fue un triste escenario de la lucha entre liberales y conservadores.

En la actualidad Puerto Berrío vive un ambiente muy distinto. Y Córdoba confiesa que a veces hasta extraña aquellas épocas difíciles, de incertidumbre, de muerte.

Sin embargo, hoy y siempre este hijo del pueblo ha vivido de la venta de ataúdes con precios que ahora oscilan entre los 90 y los 150 mil pesos y que incluyen la prestación de los cristos y los candeleros que acompañan el féretro. “La gente sólo tiene que conseguir el transporte”, dice.

En la base

Por aquella misma época, a Córdoba le tocó el Puerto Berrío de barcos, de puerto, de punto terminal, antes de la inauguración del puente monumental que desde 1961 une al municipio con el vecino departamento de Santander. “Todos en los barcos se vestían con trajes blancos, de pies a cabeza, los hombres y las mujeres”, recuerda.

Tan ligado como ha estado a la música, este artesano recuerda de aquella época, los años cincuentas, cuando era un joven todavía, que en los barcos siempre había un grupo de músicos y él se iba para el puerto a esperarlos para pagarles cinco centavos y que lo dejaran bailar. “Eso eran una cinco galletas las que uno podía comprar con esos cinco centavos, pero yo me los bailaba”.

Después vendría el puente. Córdoba trabajó en la construcción de esa obra que hoy es reconocida como uno de los monumentos representativos de la localidad..

“Yo trabajé haciendo las formaletas”, dice sin ninguna pretensión, como si no hubiese hecho un aporte esencial en las bases de esa gran obra.

“Puerto Berrío cambió mucho con ese puente”, relata. “El municipio dejó de ser terminal y se convirtió en un municipio de paso. Primero los circos se quedaban aquí, todos, los más famosos. El Ataire, por ejemplo. Eran circos muy buenos”, recuerda con nostalgia, mueve las manos, Córdoba, peinándose el cabello blanco por debajo del sombrero.

Corre la butaca de madera porque ha empezado a llover. Entra a la carpintería que es también su casa. Y es todo lo que se puede ver desde afuera: el salón de trabajo con tres ataúdes en proceso, en las paredes recortes de periódico, con marco de madera, donde han publicado sobre él y, al fondo, la habitación con una cama, un televisor, un ventilador y un radio. Y descubre detrás de unas tablas entre el salón y la habitación, el lugar donde cocina.

“Para mí solo apenas es. Ahí me preparo los tres golpes”, mira el fogón de una sola parrilla, se queda serio y dice “¿qué más?”.

No más. Cerrado el cuaderno de notas, no queda más que mirar cómo cae la llovizna desde la fachada multicolor, en una cuadra llena también de colores, de los claroscuros de Puerto Berrío, de antes y ahora, de circos y muerte, de llantos y bailes, de música y nostalgia. Mientras, Córdoba sigue buscando la manera de pintarlo todo, de combinar los colores, que tanto le gustan, en los ataúdes que vende.

viernes, 11 de septiembre de 2009

Brisa marina


Vida cotidiana a la orilla del mar y en la histórica
ciudad de Ilheus, estado de Bahía (Brasil)
Fotos tomadas en 2007

lunes, 7 de septiembre de 2009

Una promesa

Se me ocurre

Hoy, cuando termine el día, no voy a hacer preguntas ni a calificar nada. No voy a proponer nada. Voy a acostarme sobre la espalda y levantar los pies contra la pared de mi cuarto. Voy a mirar alternadamente mis pies, la pared, el bombillo, el techo; el bombillo, la pared, mis pies. Voy a pensar en que tengo que cortarme la uñas, que nunca me he hecho un (¿una?) pedicure, que mi dedo largo no es tan largo como me dijeron. Voy a pensar que va siendo hora de pintar de nuevo, tal vez con otro tono, tal vez otro pintor. Voy a felicitarme por la caperuza que le puse a la bombilla y a detenerme en cada rayito de luz que sale por su tejido. Voy a sentirme alegre por tener un techo de tablilla, que refresca y acoge. Voy a abstraerme. No voy a escuchar ni oler. Voy a quedarme callada mientras la noche se expande y cubre todo; cubre las calles y las montañas, las palabras y las promesas, los dolores de siempre, las luchas y el hambre, otros disparos y otras batallas. La ceguera eterna. Eso es. Hoy, cuando termine el día, no voy a hacerme preguntas ni a preocuparme por nada. No voy a llorar por lo que ya fue, por lo que no ha sido, porque el mundo es así. Voy a hipnotizarme hasta quedar sumida en el artificio de que no estoy cansada de casi todo.

viernes, 4 de septiembre de 2009

Estorbo

Una piedra en el zapato nuevo me está molestando
Adivino que tiene forma de triángulo porque me chuza.
A ratos se mete entre los dedos
A ratos se mete de lleno en la planta del pie.
Otras veces la olvido, justo cuando podría sacármela.
La siento otra vez cuando voy por la calle
y no hay lugar donde pueda quitarme el zapato nuevo.
Creo que hoy tendré que convivir con ella
Hasta hace parte de mí.
¿La extrañaré mañana
después de que esta noche revise mi zapato
y la sacuda bien lejos?
¿Me extrañará ella? ¿extrañará mi pie?
¿Extrañará mis dedos largos, mi olor, mi sudor?
Es cierto que no volveré a verla.
Cuando me la saque se confundirá con otras piedras,
Se irá con ellas y dejará de molestarme.

jueves, 3 de septiembre de 2009

Estríper

Aunque les inquietaba su atuendo, estaban esperando que se desnudara. Estaba despeinada, sin maquillaje. El cabello recogido, lentes con marco grueso y oscuro. El vestido negro dejaba sospechar una silueta bien formada. Su corto grito agudo, no de miedo sino como de ahogo, de volver a nacer, y su cara de cansancio cuando pudo emerger del pastel gigante, hicieron que la emoción del primer instante se frenara y los once hombres se miraran entre sí, preguntándose. Un suspiro profundo y ella volvió a internarse en esa cosa blanca y roja de cartón que la contenía. Ellos ya no la veían. En sus cabezas sí. Se imaginaban un largo cabello negro lacio al viento, unos labios gruesos entreabiertos de rojo encendido, una blanca piel tersa sin cicatrices dando forma a un generoso cuerpo lascivo. El ensueño, como el silencio expectante, se rompió junto con el artefacto de cartón que simulaba un pastel uniforme nada comestible. Ella lo desgarró con furia lanzando patadas y ayudándose de las manos, de una de las cuales le colgaba una cartera que nadie había visto. Salió de ahí y pudieron verle las piernas largas bronceadas. Fue todo lo que vieron. También la espalda cuando se giró hacia la puerta. Su número duró seis lentos pasos de caderas en vaivén, el brazo de la cartera apoyado en su cintura, mechones de un castaño cabello ondulado que fueron saliendo por la fuerza de los pasos, la mano libre que giró el pomo y jaló la puerta. Un portazo. Una mujer que se marchaba, fastidiada de despertar de sus sueños siempre en la misma parte.

martes, 1 de septiembre de 2009

Anticipación

Un relato

Esta tierra ya no me huele a nada. Yo que decía que la tierra mojada tenía un olor que no sabía nombrar pero que me llamaba a algún lado. Seguro me llamaba al origen. Qué va, me estaba llamando al destino. También me gustaba el olor de la hierba mojada, de la hierba recién cortada, de la hierba en los pies descalzos. Pero así ya no me gusta. Está encima de mí pero no la huelo, tampoco la siento. Algunas ramitas de maleza se me asoman a los lados, me hacen picar la nariz, me fastidian en los dedos. No huelen a nada. Al menos si alcanzara a morderlas o llevármelas a la boca y sentir por primera vez el sabor del pasto que alimenta a las vacas.

Ya no me gusta esta tierra pero no importa. No tendrá que gustarme y sólo tendré que soportarla por un periodo de tiempo; mientras los bichos acaban su trabajo lento y que yo siento tan ajeno. No es como pensé que sería. Nada fue como pensé que sería. Sólo una cosa siempre acerté: cuando vaticinaba algo, cuando imaginaba algo, nunca atinaba, nunca pasaba. De sólo pensarlo podía hacer que nunca sucediera. Era mi inútil e insulso poder.

El mar no me gustaba. No me convencían su olor ni la idolatría de la que gozaba. Pocas veces fui amante resuelta del mar, pero sí de la playa. Ahora me gustaría pensar que el mar está cerca. Pero yo sé que no. Mi casa quedaba lejos del mar. Mi corazón quedaba lejos del mar. Creo que me daba miedo su inmensidad, su falta de medida. Lo inabarcable. Es pretencioso el mar, me parece. No se deja admirar, tampoco se deja vivir, te saca. Nunca me gustó jugar con las olas y me parecía ridículo pelear contra ellas, oponerse a ser echado.

Los animales domésticos tampoco me gustaron. Sólo alguna raza de perros que me parecía inteligente, divertida, que sabía vivir. Aquí me gustan los gusanos. Emprenden su tarea mecánicamente, la hacen sin pausa, uno tras otro. Es su vida. No quebrantan normas porque no las tienen. Marchan por la tierra, por la vida, por los cuerpos, impávidos, satisfechos. Qué más da. Nunca van a salir de aquí, no tienen pretensiones. No tienen decepciones. Los sueños son los que nos acaban convirtiendo en una máquina de sufrimiento, en un generador de descontentos y frustraciones.

Desde muy niña debí haber aprendido la lección de que no valía la pena sembrar esperanzas donde no se pueden tomar decisiones. Una gallina que llevaron a casa y a la que mi hermana y yo bautizamos Petunia, pensando que viviría con nosotros por mucho tiempo, fue mi primera destinataria de un cariño distinto al de la familia. No la mataron el primer día porque mamá se opuso al trabajo de hacerlo. Mi papá tardó varios días en conseguir el verdugo. Pero lo consiguió. Justo cuando nosotros jugábamos a que Petunia entendía cuando la llamábamos por el nombre. Otra naturaleza nos quitó unos pollitos que no pudieron sobrevivir a la tempestad sorpresiva a pesar de los esfuerzos de mi padre por revivirlos junto a la estufa. Murió así la infantil esperanza de crecer junto a unos pollos.

Esta madera se pudre pero me gusta. Es todo lo que puedo ver. Cruje. Cada vez la veo más cerca, sobre mi cara. Siento que un pedazo de ella está sobre mi torso. Huele a bosque. El olor me recuerda otros olores. El de la panadería de un tío que era realmente el de la gran fábrica de comestibles. El olor mismo de la madera en una tienda de vinos. El olor de la universidad a árboles mojados y a frío, el lugar donde descubrí la amistad. Amigos a los que ya no podré pagarles que me acercaran a la vida, que me ayudaran a acercarme al dolor y a la indignación, a la risa, a mi misma.

Esta posición me está cansando. ¿Quién va a decirle a los vivos que preferimos que nos entierren en la posición en que solíamos quedarnos dormidos? Yo estaría más cómoda de lado o boca abajo. Sólo viví con placer boca arriba el sexo que me invadía, que me llenaba; que era lo único real ahora que pienso. Que se convertía en el momento de la verdad, el momento de la desnudez absoluta del cuerpo y del espíritu. Éste es mi suplicio. Menos mal la eternidad no existe.

Aquí me voy quedando desnuda de todo, hasta que ya no sea posible estarlo. La muerte me despoja de a pocos hasta de las memorias. Es como si los gusanos también se las estuvieran comiendo. Pasan las horas o los minutos, no sé cuánto tiempo llevo ya aquí, pasa, pasa, no importa cuán veloz o cuán lento. Pasa y yo me quedo sólo con pedazos de mis recuerdos. Quería seguir pensando en lo que viví y ya apenas tengo los recuerdos más viejos. Recuerdo un padre amoroso que me enseñó trucos matemáticos y que tenía derruidas las paredes de bareque de la casa de tanto pegar y despegar con puntillas las tablas de multiplicar. Sí. Era la casa de las tablas de multiplicar. Dos veces dos es cuatro y decirlo acertadamente cada vez que papá sorprendía equivalía a dos pesos para gastar en la escuela. Creo que me gustaba la escuela. También me gustó el colegio. No sé si me gustó la vida.

No resisto ya la falta de recuerdos completos. Ésta debe ser la muerte de verdad. La que se lleva lo que uno recuerda que fue. Seguramente también aquí encima van olvidando y la hierba crece a montones encima de mí. Hasta me parece que la puedo oler ahora que debe estar alta… creciendo al paso que borro mi último recuerdo, el de un pañuelo de no sabré nunca quién que no me dejó probar el agua salada que bajaba por las mejillas antes de llegar hasta aquí... pero sí supe que regó la tierra que ya no me gusta, la hierba que ya no soporto.