jueves, 28 de mayo de 2009

Mojada o La última flor amarilla


La encontraron en el cementerio, tendida sobre el césped junto a una tumba sin flores. Así, sin flores, estaban todas las tumbas de aquel cementerio. Eran las siete de la mañana cuando los enfermeros se bajaron de la ambulancia para subirla a la camilla. Uno de ellos le quitó la chaqueta mojada mientras el otro removía suavemente un pétalo amarillo que Yolanda tenía en la comisura izquierda de su boca. Cuando la levantaron, nadie vio que Yolanda empezó a llorar pequeñas y olorosas lágrimas amarillas.

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“Anoche cuando los vimos de lejos, lo primero que pensamos era que el tipo del taxi la estaba acosando. Por eso resolvimos acercarnos para ver lo que pasaba y ver si la mujer necesitaba ayuda. Cuando la vimos ahí sentada, llorando, bajo la lluvia y totalmente mojada, antes de preguntar, yo ya estaba pensando que era algún problema de pareja. Pero no. El taxista, un señor de unos sesenta años, nos dijo que no sabía quién diablos era. Que minutos antes le pagó una carrera en la que todo lo que había hecho era darle vueltas a la glorieta. “Está como loca”, dijo el señor del taxi. “Pero mírela como está de bien vestida; quién sabe qué le pasó”, dijo mi compañero de patrulla. Ella seguía llorando y no quería responder nada como tampoco quiso moverse un poco más para quedar debajo del puente y no mojarse. Nosotros nos quedamos allí. No sé esperando qué, pero nos quedamos.

El taxista nos contó que la había visto bailando y cantando en plena glorieta como a las nueve de la noche, como si no sintiera el tremendo aguacero que todavía estaba cayendo. De pronto, nos siguió contando el taxista, vio que unos tipos raros la miraban desde el otro lado y se le iban acercando. “Tenían una cara de malos”, nos dijo, “por eso yo me arrimé donde ella, para que no la vieran sola”. Ahí fue que ella se asustó de verdad y dejó de cantar, de bailar y hasta de llorar. Se subió al taxi y le hizo dar vueltas y vueltas mientras el viejo taxista la miraba por el retrovisor esperando que decidiera algo. “Gire no más. No quiero ir a ninguna parte. Cuando ellos se vayan me vuelvo a bajar”, fue todo lo que la mujer le dijo al taxista. Y así fue. La lluvia mermó un poco.

Entonces fue cuando vimos, mi compañero, el taxista y yo, que ella al fin se paró del andén, y empezó a caminar para salir de la glorieta. “¿La llevo?”, le gritó el taxista. Pero ella ni miró. El viejito la siguió despacio y nosotros lo seguimos a él. En parte porque ya estábamos intrigados con la mujer esa y también porque sabíamos que en noches así nada emocionante había de pasar. Caminó durante más de media hora hasta llegar al cementerio municipal. Entró por la portería peatonal que estaba entreabierta y que no vigilaba nadie.

Nosotros no pudimos entrar; la reja para los carros estaba trancada y el taxista nos hizo cara desde la calle de que era imposible abrirla. Nos resignamos a verla alejarse hacia adentro del cementerio hasta que se sentó junto a la tumba esa en la que la encontraron. Pensamos que había sido una ilusión, o, quien sabe, un alma en pena que salió a bailar bajo la lluvia.”

miércoles, 27 de mayo de 2009

Algo de pulso



... y mucha suerte.
Curitiba, Brasil, 2007






Domicilio

En algún lugar entre los estados de Texas y Nuevo México esta carga, como muchas otras, rueda rumbo a casa. Larga y ancha. Una vida, una familia, una promesa, una forma de habitar el mundo.
Cerca a El Paso, EU, 2008.

lunes, 25 de mayo de 2009

El implacable

El tiempo... el mar... Una bonita manera de encallar.
Ilhabela, litoral paulista, Brasil. 2007
Haciendo click sobre la foto la puedes ver más grande

viernes, 22 de mayo de 2009

La pelea

Un relato

Le reventé la boca de un puñetazo y como ya estaba en el suelo la agarré del pelo y la arrastré por el corredor hasta que me detuvo la señorita Edilia jalándome las orejas.

- ¿A dónde cree que va jovencita?
Me preguntó apretándome más y yo tenía tanta rabia que no le contesté. Solté a Adriana y ella apenas se sentó y se puso a llorar y a limpiarse con la falda la boca llena de sangre.

- ¿Le parece muy bonito lo que acaba de hacer? Ya veremos que dice su papá cuando se entere.
Y la profesora al fin me soltó las orejas.

- ¡Qué importa!
Dije levantando los hombros y acariciándome las orejas que me ardían.

- Ah, conque muy grosera.

La señorita Edilia le entregó a Adriana un pañuelo para que se tapara la herida de la boca y la ayudó a pararse.

- Ya saben, las dos, a la dirección.

Cuando la profe se adelantó y nosotras la seguíamos detrás, yo miré a Adriana con una sonrisa, mi sonrisa triunfadora. Ella que se creía la más bonita de la escuela ahora estaba despeinada como una loca, con los ojos rojos de llorar, con la boca hinchada y con el uniforme arrugado y sucio. Ja ja. Yo sé que más de una de mis compañeras estaba más feliz que yo de verla así.

En la pelea Adriana no había alcanzado a defenderse. La cogí de sorpresa. Ella ni se imaginaba que yo le iba a caer encima así de frente, menos se iba a imaginar que yo sabía que ella le había dicho a Mauricio que él me gustaba y que se inventó que yo le había mandado dizque saludes.

- ¡Tené, por metida y mentirosa! ¡Boba, pendeja!
Le dije cuando le mandaba la mano y con las pelaítas de tercero haciéndome corrillo.

En la dirección estaba la señorita Consuelo, muy bien sentada y muy bien peinada como siempre, con las banderas de Colombia y de Antioquia atrás, como lista para un homenaje. Mientras la profesora Edilia le contaba de la pelea, la señorita Consuelo nos miraba de arriba abajo y le hacía señas a Adriana con la mano para que dejara de llorar.

- Nancy, vamos a tener que llamar a tu papá y quedarás suspendida por el día de mañana.
Dijo la directora.

- Ahora van a hacer las paces. ¡Que se vea pues! Dense las manos. No pueden quedarse peleadas toda la vida.
Le dio por decir a la profesora Edilia, como si nuestra pelea fuera una bobada.

Más ira me dio pero nosotras sabíamos que hasta que no nos diéramos la mano no nos iban a dejar salir de ahí.

No creí que Adriana iba a tener tanta fuerza; me apretó tan duro que me temblaron las piernas. Nuestra pelea estaba casada.

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Después de eso, papá sólo me castigó con encierro el día que me suspendieron de la escuela. Eso sí, me advirtió que no quería que volviera a pasar y le prometí sinceramente que no se repetiría.

A Adriana le salió el tiro por la culata, pasó por chismosa, porque Mauricio sabía que a mí el que me gustaba era Sergio, su hermano mayor, que estaba en quinto grado como nosotras, pero en la escuela de niños. Por eso me odiaba, porque a ella también le gustaba Sergio; pero él no le daba ni la hora.

En cambio a mí me mandaba guayabas y naranjas que se robaba del patio del vecino. Yo le respondía con acrósticos y poemas que escribía en clase de matemáticas, mientras la profesora hacía repetir mil veces la misma tabla de multiplicar que yo hace rato me sabía.

- ¿Qué vamos a hacer hoy?
Me preguntaba Mauricio las tardes en que no tenía tarea, después de saltar el muro que separaba su casa de la de Adriana, cruzar su patio, pasar por encima del tanque donde almacenaban agua y meterse por el hueco que habíamos hecho todos nosotros en la rejilla de ese lado de mi casa.

- ¿Sergio está en la casa?
Le respondía yo.

- Sí, está viendo Los superamigos.

- Entonces vamos a ver Los superamigos.

Y nos sentábamos a ver televisión toda la tarde. Yo al ladito de Sergio, los tres sentados en la cama, recostados contra la pared, comiendo guayabas con sal y limón. Después de Los superamigos seguían Los transformers, y luego Batman y Robin, ah, y después He-man. Casi siempre también se aparecía Adriana que nos había visto pasar por detrás de su casa riéndonos pasito dizque para que no nos oyera.

Después de la pelea, Adriana y yo no volvimos a hablarnos aunque nos veíamos todos los días en la escuela y casi todas las tardes en nuestra calle o en la casa de Sergio y Mauricio. Ella les llevaba dulces que hacía con su mamá. Que de ahuyama, de vitoria, y nunca me ofrecía. Claro que yo tampoco iba a recibirle. Éramos enemigas declaradas pero ahí estábamos juntas con tal de estar al lado de Sergio.

Cuando veíamos televisión con Adriana a veces se ponía cansona porque a ella no le gustaba sino estar correteando, y quedarse quietecita le daba como piquiña. Entonces empezaba: que vamos a jugar ponchao, que allí están Las Coladas para que juguemos yeimis, que qué bueno jugar a las escondidas.

La verdad no me molestaba salir de ese cuarto tan oscuro y correr por la calle, aprovechando el solecito y también que a Las Coladas las habían dejado salir, cosa rara porque como eran tan necias las mantenían castigadas a las cuatro. Pero la verdad verdad era que yo sólo quería hacer lo que Sergio quisiera y si él se animaba salíamos todos a darnos con el balón.

La pasábamos bien. Adriana y yo nos hacíamos en equipos contrarios y ambas éramos buenas jugadoras. Nunca intentó vengarse, aunque yo sentía que me tiraba con más fuerza el balón cuando jugábamos ponchao. Bueno, yo hacía lo mismo, pero a ella era muy difícil odiarla del todo de tan bonita que era. Me daba rabia admitirlo pero cuando la veía armando la torre de piedras para jugar yeimis, veía sus manos blanquitas tan delicadas y ella toda flaquita y con ese pelo mono liso que se recogía apenas se levantaba para llamarnos a todos a empezar el juego.

Yo en cambio era más bien gorda, trocita decía mi mamá, la suerte es que era más grande que las niñas de mi edad entonces no se notaba tanto; y mi cabello era crespo, churrusco decían mis compañeras para sacarme la piedra. En las notas que me enviaba con su hermano, Sergio me decía que le gustaban mis rizos negros y que no me los volviera a cortar como hacía dos años que tuvieron que tusarme porque tenía la cabeza llena de piojos, claro que él no sabía por qué esa vez mi papá me había quitado todo el pelo.

- ¡Tírenle a la gorda!
Gritaba una de Las Coladas que jugaba en el equipo contrario. Y todos se reían.

- Nada, Nancy. Vos sos una guerrera. ¡Por eso siempre ganamos!
Respondía a todo pulmón Sergio, defendiéndome.

Y era cierto, cuando él y yo jugábamos en el mismo bando casi siempre lográbamos armar la torre del yeimis antes de que nos poncharan a todos.

- ¡Yes!
Decía yo feliz, saltando de la mano con Sergio que era más grande que todos porque hizo cuarto grado dos veces y estaba repitiendo quinto también.

Cuando perdía en el juego, Adriana se entraba para su casa y salía luego al corredor con un vaso de jugo en la mano, a secarse el sudor y a mirarnos a los otros hacer lo mismo sentados en la mitad de la calle.

--
Al fin llegaron las vacaciones de ese año definitivo en el que ya dejábamos la escuela para empezar la secundaria en el colegio mixto. Íbamos a ser grandes y a estudiar con muchachos; y también iba a haber profesores hombres, cambio de uniforme y clases de inglés.

Esa Navidad, como en casi todas las que yo recordaba, las novenas se hicieron en la casa de Sergio. Allá hacíamos los de la cuadra un pesebre grande, lleno de muñequitos de toda clase que cambiábamos de posición cada día.

Al final de la octava novena yo vi cuando Adriana se le arrimó a Sergio a entregarle un pedazo de natilla, él se la recibió y se quedaron hablando. A unos pasos no más, pero sin quitarles la vista de encima, estaba yo con Mauricio y Las Coladas quemando chispitas mariposas que era lo único de pólvora con lo que papá me dejaba tener contacto.

Recuerdo que era una noche bonita, se podían ver muchas estrellas mientras hablábamos sin oírnos sobre lo que esperábamos de traído del niño Dios para el día siguiente. Adriana se juntó con nosotros al rato.

- Ya me dijo Sergio que ustedes se van a cuadrar cuando entren al colegio.
Me dijo al oído. Yo me quedé callada, mirándola a los ojos.

- Que van a ser novios, boba.
Ya no fue en secreto sino que lo gritó a los cuatro vientos.

- Más boba serás vos.
Le dije empujándola. …Yo lo que estaba era sorprendida.

- Te escogió a vos y no me importa. En el colegio va a haber un montón de pelaos bonitos, para escoger. …Y vos ya vas a tener novio.

Y mostró esos dientes torcidos en una sonrisa que me voló la piedra.

- Corréte para allá que ahí vienen los muchachos con las papeletas.
Le dije y la arrastré conmigo de la mano. Se dejó llevar unos pasos atrás, pero luego se soltó y dijo que a ella sí la dejaban quemar pólvora.

Me quedé lejos, sentada en un muro de la casa vecina junto con dos de Las Coladas, las más pequeñitas, que se tapaban los oídos cada que estallaba una papeleta. Mientras los otros estaban allá quemando la pólvora, yo me quedé pensativa. Me dio por pensar en la tela para la falda del uniforme nuevo que habría que comprar; me dio por mirarme el pecho y me preocupé pensando en la blusa blanca del colegio; y también pensé en los zapatos colegiales que salían por televisión y que yo quería tener para el año entrante.

Entonces, no supe cómo fue pero después del último estallido que escucharíamos esa noche, Adriana resultó gritando y llorando, con la mano derecha chorreando sangre.

En unos segundos ya estaban los papás de todos en la calle, dando manotazos, regañando y mandándonos a entrar a la casa.

Yo también estaba llorando cuando me entraron a empujones. Lloraba porque había visto cuando sentaron a Adriana en una silla, con el pelo encima de la cara y los ojos inundados, para cargarla entre dos y llevarla al hospital. Creo que ella se dio cuenta de que yo la miraba aunque se hizo la loca intentando ayudar a su madre mientras le envolvía la mano en un trapo que cada vez era menos blanco.

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Mis zapatos del colegio estaban nuevos pero no eran ni de goma ni de los que parecían traídos de Miami. Me quedé mirándolos, brillantes, mientras el rector daba un discurso de bienvenida. Bla bla bla. Debajo de mi blusa tenía un top amarillo; era raro tener eso puesto pero al mismo tiempo me hacía sentir bien.

El rector terminó de hablar y los profesores empezaron a separarnos por grupos. Cuatro grados sexto de a veinte estudiantes cada uno. Casi todos corrían de un lado a otro intentando quedar con sus amigos pero yo, por algún motivo que desconozco, me quedé de pie ajustándome los pliegues de la falda y con cierta rabiecita porque me la hicieron muy larga.

- ¡Nancy vení!

Alcancé a oír un par de voces que me llamaban. Ni me inmuté. Cuando levanté la vista, Sergio y Adriana estaban entre un montón de muchachos que llegaban al tercer piso y a mí me rodeaba otro grupo entre los que había una que otra cara conocida.

Los saludé con la mano y como respuesta Sergio me mandó un beso. Era suficiente para quedarme tranquila el resto del día en el que todo lo que íbamos a hacer en los salones era hablar del horario, del reglamento, de los cuadernos y los libros, de la disciplina y del sistema de calificación.

- Nancy, que aquí le manda Sergio y que muchas saludes. ¿Qué le digo?

Era un receso por un supuesto cambio de clase en ese primer día de secundaria y Adriana me estiraba la mano, a la que le faltaban dos dedos. Me entregaba una barra de chocolate.

- Que se las retorno.
Le dije yo; y vi cómo se alejaba corriendo hasta el otro salón, en el corredor de enfrente, donde la esperaba sonriente nuestro amigo, su compañero de clase, mi novio.

viernes, 15 de mayo de 2009

La nube

Minicuento

Titubeó. Sin embargo, cerró la puerta y se puso sobre la cabeza la capucha de su chaqueta. También se agachó para agregar un doblez a cada lado de las botas de su pantalón. Corriendo cruzó la calle y se guareció bajo el techo de la casa de enfrente. Se miró los zapatos mojados y siguió caminando por el andén. Al llegar a la esquina se quitó la capucha y desdobló las botas del pantalón, sacó del bolso un pañuelo con el que secó los zapatos y unos lentes oscuros que le protegieron los ojos. Pasó despacio la calle y caminó media cuadra hasta la panadería del barrio. Colgó su chaqueta en un brillante perchero y contempló desde allí, sobre los techos del vecindario, la nube gris de la que manaba un fuerte aguacero que sólo caía en unos metros a la redonda y cuyo centro era su casa.
Escrito el 19 de mayo de 2006

jueves, 14 de mayo de 2009

Pincelada

Crece la hierba que cortan en el jardín y los niños juegan como si nada.

Cae la lluvia que moja los rostros, el maquillaje se corre, los paraguas se abren, el tráfico enloquece.

Roban carteras y amenazan al rico y vuelven y ríen los que tienen hambre.

Cruza la calle la vieja encorvada, sin chico a la mano, sin tapiz en el cemento.

Se tapona el corazón de un hombre joven y no fluye la sangre que lo llenaba de vida.

Habla el que no tiene qué decir y sigue callando el que se cree sabio, el que sabe nada, el que piensa mucho.

Se acaban los sueños en un viento cansado y frío que se expresa en palabras que duelen, en verdades que explotan.

Alumbra la luna que quieren bajar para entregarla a quien luego querrán quitar.

Brillan las noches que opacan los duelos en un recuerdo o en la esperanza vana.

Se oculta lo cierto tras la niebla y la bruma y resplandece el amor en el roce de los dedos, en la mirada mientras duerme.

Oscurecen los días y se agotan las horas como se acaba la vida atada a una baranda donde se intentan conservar los deseos sinceros.

Sirve de nada querer lo que se quiera si el amor que profesa va carcomiendo lo que somos por dentro.

Reta la vida a que el caos concuerde, que caigan las hojas y surjan de nuevo, corra el gris por los tonos de siempre y entienda el hombre que vive.

lunes, 11 de mayo de 2009

Una noche un juego

Un relato

Piedra, papel o tijera. Fuera zapatos; y todavía sigue vestida después de esa trampa toda de que cada arete, cada pulsera y cada cosa que tenía en los bolsillos valía como prenda. A mí, en cambio, apenas me cubre el bluyín y la estoy pensando para lo que resta del juego. Suerte de principiante, si es que es cierto que ella nunca había jugado este juego. Yo se lo expliqué, pensando primero en que acabáramos rápido esa segunda botella de vino tinto y luego surgió la idea de que hiciéramos guerra de prendas. Ya estábamos bastante prendidos, de no ser así hubiéramos tenido la sensatez de dejar el balcón y entrarnos para el cuarto. Piedra, papel o tijera. Menos mal estamos en el piso veinticinco y deben ser las dos de la mañana… caigo en la cuenta de que aún tengo el reloj puesto. Ella, que se llama Mabel, se ríe de mí mientras me lo quito. Si lo pienso bien, me parece que muchas veces se ha reído de mí, ¿se habrá dado cuenta de cómo la miro cada vez que me habla de ese otro que ella llama “el amor de mi vida”?

Por algún instinto femenino, qué se yo, Mabel gana otra vez. Saca papel y yo piedra. Las reglas son claras: que el papel le gana a la piedra porque la cubre, la tijera le gana al papel porque lo corta y la piedra le gana a la tijera porque la aplasta. Me hace un guiño y se suelta el pelo para volvérselo a recoger. Me está matando. Mientras me quito el bluyín ella bebe el último sorbo de su copa de vino. Ya era hora. Sigue. Saca papel nuevamente y yo tijera. Se está quitando la blusa y acabo por reconocer cuántas ganas tenía yo de que eso pasara, de verla desnudarse para mí. Definitivamente quiero más, pero estoy en una posición desventajosa. ¡No lo puedo creer! Nuevo turno y Mabel saca su tijera y vuelve añicos mi papel. Se ríe a carcajadas, coge su copa vacía y la descarga de nuevo. Se pone las pulseras, los aretes y, por último, esa camiseta de flores que me tapa todo lo poco que al fin yo había podido ver…

Me estoy muriendo mientras me pongo de nuevo toda la ropa. Nos quedamos descalzos. “Ahí ves pues Gabo, el alumno supera al maestro y es un asunto de pura suerte”, me dice muerta de la risa y a mí eso no me hace gracia; en parte porque me siento ebrio… Le digo que no hay más vino ni ron ni cerveza, nada con qué seguir. Podemos pedir un domicilio pero la verdad yo sólo quiero llevármela a la cama. Sin embargo, estoy esperando que me diga que le pida un taxi. Pero no dice nada. Me ayuda a recoger las copas y las botellas de vino vacías, y a botar los restos del cenicero. Son las tres y cuarto de la mañana y hace frío. Nuestra noche había empezado bien, como muchas otras en las que hablábamos hasta el cansancio de las mismas cosas, de la misma gente. Y decimos otra vez que el trabajo es una mierda, que no nos pagan lo que merecemos, que somos gente sencilla y guerrera, que a veces nos desbordan los miedos y que muchos sueños nos quedaron grandes. En fin de cuentas, esas conversaciones en las que nos creemos únicos en el mundo, como si fuéramos especiales, casos particulares, irrepetibles. Pero es lo mismo. Siempre somos lo mismo.

Ya me da vueltas la cabeza y sólo quiero que se acueste conmigo. “Si te quieres quedar, de una; te vas más tarde y te ahorras lo del taxi”. “Uy sí, porque estoy fundida”, me dice sin mirarme y soltándose el pelo. Me voy a volver loco si no le digo. “Mabel, vas a pensar que estoy borracho, pero no te imaginas lo sincero que es esto, me encantas, me encanta estar contigo, hablar contigo, seguro me voy a tirar en esta amistad que tenemos hace rato pero tenía que decírtelo, no sé qué piensas, pero… por favor no me sigas haciendo esto, déjate ese pelo quieto”. Hijueputa. Se me salió así de una y me está mirando con cara de no sé bien. Me temo que se va a reír, como siempre. Espero que no lo haga porque me hace sentir como un culo. Pero no. Se sonríe apenas con esos ojos oscuros y esa carita que me gusta tanto, con esa expresión que me hace sentir tan tranquilo. “No jodás Gabo, yo ahora sólo quiero dormir; no quiero amanecer con ojeras justamente mañana”. Va y se mete al cuarto y yo feliz. Me hubiera podido mandar al fin del mundo pero si se sigue para mi habitación yo sólo puedo estar contento.

Ah Mabel, cómo es de egoísta. Se hace en el rincón de la cama, acurrucada de frente a la pared, con toda la ropa puesta; no quitó el sobrecama y apenas dejó un espacio para mí, en el borde. Ya sé dónde voy a despertar más tarde… y congelado. Me acuesto a su lado y reparto mi cobija para ambos, ella corresponde tirándome el pelo sobre la cara. Qué ridículo que esté pasando todo esto. Si nuestros amigos comunes se llegaran a enterar, no lo creerían, literalmente hablando. Si yo lo cuento, dirían que estoy delirando, que soñé despierto. Si Mabel lo cuenta lo tomarán como otra de sus tantas bromas inventadas para burlarse de los demás y de ella misma, sobre todo para darse el gusto de ver la cara de los otros cuando empiezan a creerse sus cuentos. Con ella siempre queda la duda de si lo que está diciendo es verdad o mentira. Yo creo que ella también a veces no sabe con certeza.

¿Cómo voy a hacer para dormir? Mabel ya casi está roncando. “Me encantas”, le susurro, y ella apenas si se mueve. Se deja abrazar pero me coge el brazo y la mano para asegurarlos en su torso. Vale, si no lo hace ahí sí podemos tirarnos en todo: una amistad de años y de confesiones de sueños frustrados y amores fallidos. Pero la verdad es que yo quiero tocarla toda, quitarle lo que tiene encima, ponerme yo, comérmela a besos, saber a qué sabe… Ya sé que no. Ya sé. Gracias al vino me voy quedando dormido; que si no, me la paso en vela, me encierro en el baño o la fuerzo y hago que nunca más quiera saber de mí.

--
En algún momento de la noche debí quitarme todo. No recuerdo. El caso fue que cuando clareaba, Mabel se paró como un resorte de la cama y la vi de pie allí, por un segundo, como si hubiera acabado de llegar a mi casa en aquellos días en que no se ponía maquillaje: bella y despeinada. Se puso las medias y los zapatos y dijo que tenía que irse. “¿Pedimos un taxi?”, “No, dejá que ya a esta hora consigo bus”, “Te abro la puerta… no abre fácil… tiene como una clave…”, no me faltaba sino tartamudear. No sé por qué estúpida razón me envolví en la cobija, desde el pecho, y Mabel, que no podía quedarse con esa, se echó a reír diciendo que yo era “el dios romano traído directamente desde Marinilla”.

Riéndose entró al baño, dos segundos. Salió recogiéndose el cabello y me siguió hasta la puerta. Cuando la abrí, giré para despedirme y sentí que en ese instante no la quería, la odiaba por reírse de mí en un momento de esos; pero qué va, era por su risa fácil que yo también la amaba. Ya iba a salir y la detuve tomándola del brazo. “¿Recuerdas que me pediste que te avisara si te veía ojeras hoy de mañana?”, hice que recordara. “¡Sí, sí, claro! En tu baño no hay espejo… ¿Tengo?”. “Tienes. Será mejor que te hagas algo si no quieres que el amor de tu vida te vea muy fea hoy”.

sábado, 9 de mayo de 2009

Cara y contracara




La otra tarde vi llover... vi gente correr y este atardecer inédito a lado y lado de mi casa.

viernes, 8 de mayo de 2009

Pasmo

No, no, no
Rueda la cabeza
Y mi sangre ruge
fría, caliente
entre mis piernas.

Botas aplastan hormigas
caucho
arena mojada.
Unas se van
otras se acercan

No, no
No quiero más que se repita
¿Por qué?
¡Papá, papá!
¡Despierta!
Esta vez van a matarme.

Contra el tiempo

Un poema tardío para mi madre

¿Ha pasado tiempo?
No he podido dejarla ir.

Agitan las manos
dicen adiós.
Zapatos viejos
bomba de jabón.
Susurros escritos, líneas en lápiz
restos cenicientos en la bolsa de la basura.
Manos amantes, roja ebriedad
huyeron derramándose entre los dedos.
Sueños dibujados en la ventana de un tren
playa de caricias, jinetes sobre olas.
Faldas a cuadros
llantos detrás de la puerta.
Amigos
fundidos y despegados.

Agitan las manos
dicen adiós.
Se van con el agua
la espuma gota a gota eliminada.
Corren a otros parajes, desaparecen a mis ojos.

Pero ella
Ella no vuelve.

Septiembre de 2006

jueves, 7 de mayo de 2009

Retratos

1
Marleny es una mujer de piel tostada, cabello enfermizo y voz quebrada, que podía tener treinta años o cincuenta. Había recorrido la región metropolitana de su ciudad, en todos los sentidos, vendiendo lapiceros, libretas, cuchillos, bolsos, hilos, agujas, tarjetas, llaveros, estuches, carteras, cordones, en las casi doscientas rutas de transporte público, durante siete años. Gracias a eso vio crecer a sus dos hijos comiendo tres veces al día y durmiendo bajo techo. Pese a la soledad y a la necesidad de trabajar hasta catorce horas al día, subiendo y bajando de los buses que zarandeaban su cuerpecito menudo y débil, su pesadumbre surgió después, cuando en un enfrentamiento de bandas “por un pedazo de barrio”, como lo dijo ella, le mataron a sus hijos del alma a la salida del colegio.

2
Pepe. Así dijo que le decían un rubio joven con los dientes de adelante partidos y que pronunciaba la letra r como si se hubiera quemado la lengua. Dijo con voz muy grave que extrañaba su pedacito de tierra, sus gallinas ponederas, la vista desde su casa a los cultivos vecinos. Que no aguantaba más el ruido de los carros y la mala cara de la gente. Que había tenido que salir de la casa grande que se había ganado a pulso de pico y machete su familia en tres generaciones. Pero que lo que más le dolía era no saber dónde estaban los demás, los otros que habían salido al mismo tiempo que él, huyendo entre las cabezas sin cuerpo que todavía miraban con odio las huellas de unas botas sobre el camino. Aseguró que estaba triste porque no tenía nada diferente a la esperanza de que un día pudiera volver a la tierra donde había sepultado sus muertos. “No vale la pena vivir donde uno no tiene pasado”. Pepe no dijo nada más, se quedó como perdido en un silencio absoluto, y no le salieron lágrimas.

3
Tímidamente, Luis Francisco Loaiza, de 63 años, en la barra del bar y entre nubes de humo, me contó su historia de amor. Habían pasado doce años desde que Luis Francisco conoció el amor verdadero en un hombre de treinta años sonrientes, tranquilos, libres. Supo que era el amor, después de todo, porque le rompió el corazón y lo dejó destrozado. Juntos alimentaron el sentimiento durante dos años intercambiando cartas en las que todo era posible y fotos para ilustrar el recuerdo. Su amante le ayudó a olvidar su insípida soledad, le puso color a su casa y la llenó de flores, le descubrió un mundo que él había olvidado y otro mundo que ni conocía. Lo sacó de su escondite y le recordó bailar, reír, cantar, soñar. Pero después le recordó también el llanto. Lo hizo cuando se quitó la vida arrojándose desde un puente y se despidió sin remedio con un sobre lleno de exámenes médicos que confirmaban un cáncer que se lo estaba comiendo por dentro. Casi puedo imaginar lo que ve Luis Francisco cada vez que cierra los ojos para suponer que duerme: papeles arrugados ennegreciéndose, lanzando reproches rabiosos entre las llamas de su propio fuego.

martes, 5 de mayo de 2009

El cielo despeinado

Cosas que he visto


Atardecer bordeando la playa en Los Ángeles, California. Diciembre de 2008.

lunes, 4 de mayo de 2009

Se vale soñar

Se me ocurre

Tengo un amigo que está terminando los trámites para irse a vivir en julio a Rumania. Allá, en esas tierras tan lejanas, lo espera una mujer dos años menor que él y que conoció por internet en diciembre pasado. Las cosas que se han dicho y que han pasado juntos desde entonces, mediante las cámaras de sus computadores, les han dado el arrojo para asumir que quieren estar juntos. Mi amigo, recién graduado como ingeniero, dejará acá a sus padres y amigos, varias muy tentadoras propuestas de empleo y un pedazo de historia; se llevará una maleta ultraliviana, un inglés estudiado con disciplina, una carta de invitación de su amada y las ganas de que un futuro lleno de sorprendentes realidades se abra a su paso.

Una joven pareja de ex compañeros de trabajo y amigos está esperando bebé. Este mes debe nacer Jacobo, esperado con amor no sólo por sus padres sino también por los futuros abuelos y tíos abuelos. Por él, mis amigos se bajaron de la moto y se compraron un carro, preparan un cuarto, hacen cuentas; se imaginan emocionados lo que traerá a sus vidas, se preguntan y afirman cómo serán de papás.

A mi lado, mientras tomo un café y espero que pase la lluvia, dos personas, que calculo andan por los cincuenta años de edad, señalan a un anciano de pelo cano que camina apoyado en alguien que podría ser su nieto. “Cuando estemos nosotros así…”, empieza ella; “para allá vamos”, sentenció él. Y después de un instante de silencio en el que se escapó algún suave suspiro, contaron el tiempo que les faltaría, fantasearon sobre lo que estarían haciendo ellos y sus descendientes y se preguntaron por las vueltas que habría dado el mundo para entonces.

Aunque la mayoría de las veces hay algo dentro de mí que me impide ser optimista, esta vez quiero pensar en la fortuna que tenemos los humanos de poder soñar, imaginar, creer, al fin de cuentas y por eso mismo, de sobrevivir, querer vivir a pesar de los reveses. ¿Cómo, si no así, podríamos habitar el mundo, intentar entenderlo e intentar mejorarlo, sonreír, levantarnos todos los días, amar, retarnos?

Pipe, Carlos, Diana y los desconocidos del café tienen, como todos, el valor de pensar el mañana y querer intervenirlo, hacerlo suyo. Cada quien a su manera, en su medida y en su momento lo ha hecho. Esa debe ser una de las razones por las que la humanidad todavía merece un voto de confianza, porque, aunque se contradice: construye y destruye, ama y odia, es sabia y es ignorante, tiene memoria e igualmente olvida; también se permite soñar, que no es otra cosa que el combustible que anima a empezar, buscar, encontrar, caer, levantarse, aprender, arriesgarse, vivir.

El camino pues tiene su dosis de empeño, de tal manera que para recorrerlo se vale, y se necesita, soñar.