miércoles, 29 de abril de 2009

Rita y Evelio

Cuento

Rita quería a Evelio porque cuando la veía le mandaba besos con la mano y le decía “qué bonita que vas para misa, Rita bella, Rita del alma” y más cosas que ella ya no oía o no entendía porque a él se le enredaban la lengua y la cabeza. Rita sonreía primero, dejando ver su boca desdentada, y agachaba la cabeza después, cuando sor Lucrecia le jalaba el brazo o le fruncía el ceño.

“¿No te estarás creyendo lo que te dice? Pobrecito Evelio, entre más días más loco”, le dijo un día la monja, antes de entrar a misa de ocho.

“Debe ser que no come”, fue la respuesta de Rita, comprensiva, revejida, encorvada; contando sus pasos sobre el pavimento y buscando alguna cosa que patear, como queriendo recordar sus muy lejanos años de niña.

“¡Vení entráte para misa con nosotros, Evelito!”, le increpó, gritando sin necesidad, la hermana Lucrecia.

“Yo a misa no voy doña Lucrecia, no ve que el padre no me da limosna”.

Y la hermana Lucrecia se puso roja, del dolor, dijo ella, de esa alma abandonada de Dios; pero en realidad fue de la ira, pecado capital, que se le subió la sangre a la cara; de la rabia porque le dijo “doña” como si no viera el distinguido hábito y también porque el loco Evelio había dicho la verdad: el sacerdote lo había sacado de la lista de beneficiarios de las donaciones para los pobres, justamente porque no iba siquiera a la eucaristía de los domingos.

“Vamos mija que este bobo, bendito sea mi Dios, es caso perdido”, dijo la monja después de resollar y agarrando a Rita de la mano.

Durante la misa Rita obedecía toda la rutina de estar sentada, pararse, arrodillarse, darse la bendición, ofrecer la mano; pero con las oraciones no le iba tan bien. El Credo, a pesar de ser el más largo, era del que más se acordaba, incluso había partes en las que alzaba más la voz, casi gritaba: “…bajó del cielo, y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María la Virgen, y se hizo hombre; y por nuestra causa fue crucificado…”. Los parroquianos, ya acostumbrados a sus repentinas euforias en el templo, ni se esforzaban por reprobarla aunque se creían con derecho a hacerlo.

La hermana Lucrecia, que casi siempre la acompañaba desde hacía tres años, no cesaba en sus pellizcos cada que Rita se iba quedando en un cuchicheo, simulando que decía las oraciones completas. Del Padrenuestro sólo decía con claridad “Danos hoy nuestro pan de cada día; perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden” y ahí se quedaba hasta que los otros decían Amén. Los tres versos del Gloria eran imposibles, le costaba incluso repetirlos en las clases de las pacientes hermanas del hogar; y el Salve lo empezaba bien, “Dios te salve, Reina y Madre de misericordia, vida, dulzura y esperanza nuestra”… y hasta ahí. La monja le sumaba otro moretón al brazo izquierdo de Rita.

A Rita le gustaba más cuando la hermana Lucrecia tenía que ayudar en la casa del cura porque entonces iba a misa con sor Ernestina, casi tan vieja como ella y quien con los años había perdido la capacidad de escuchar por el oído derecho y la dejaba decir oraciones que sí se sabía. Entonces, mientras todos recitaban cadenciosos el Avemaría, Rita decía juntando las manos: “Mambrú se fue a la guerra, ¡qué dolor, qué dolor, qué pena!, Mambrú se fue a la guerra, no sé cuando vendrá”; o, mientras el Padrenuestro ella iba recitando “…Y hay días en que somos tan fértiles, tan fértiles,/como en abril el campo, que tiembla de pasión;/bajo el influjo próvido de espirituales lluvias,/el alma está brotando florestas de ilusión…”.

A la salida de la iglesia, casi siempre Rita volvía a ver, así fuera de lejos, al loco Evelio. Cuando estaba tranquilo lo encontraba sentado en alguna banca del parque, limpiándose los zapatos y peinándose. Y si él la atisbaba volvía a decirle “cómo vas de bonita para misa, Rita preciosa, Rita del alma”. Pero otras veces se daba a la tarea de ahuyentar a niños y palomos con un zurriago, y los perseguía por la plaza y por las calles hasta que se cansaba o hasta que alguien lo tranquilizaba con un pedazo de pan y una bebida de malta. En instantes así, él se olvidaba de Rita y si la miraba era como si no la conociera. Entonces ella volvía al asilo con el corazón recogido y con ganas de llorar, aunque no lloraba; no hablaba con los demás viejos confinados con ella y se encerraba a esperar la misa de ocho del día siguiente.

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Evelio tendría treinta años cuando se enloqueció del todo. Había nacido en el pueblo y cargaba en su conciencia la muerte de su propio padre. La historia era conocida por todos y fue repetida durante años. Su padre era cazador, le gustaban especialmente los tigres, famosos en la región. Un día en casa, cuando Evelio tenía nueve años, estaba su papá con otros amigos hablando y exhibiendo sus armas, no sólo escopetas, también había revólveres y pistolas. En un juego siniestro uno de los visitantes le entregó un arma diciéndole “mostrá pues Evelito de qué estás hecho vos, ¿eh?”, y Evelio empuñó el arma y disparó, le disparó a su padre y cayó al suelo al mismo tiempo que él.

No se repuso y asumió la desgracia de su vida en compañía de su madre, quien logró hacerle llevadero el camino, tolerable, en medio de las eternas noches de pesadilla, las fiebres altas, los olvidos frecuentes, las contradicciones entre lo que decía y hacía, su falta de acierto hasta en las cosas más elementales, su odio incesante por la imagen que encontraba en el espejo. Sin embargo, nunca quiso morirse, o si lo quiso nunca lo intentó. Pero hacía seis años, recién cumplidos sus treinta, que su madre había muerto. Su único lazo con el mundo. Entonces se desconectó. Su locura es voluntad propia, decisión, defensa personal, pura supervivencia.

Evelio era exageradamente limpio y ordenado. Llevaba su ropa impecable, lavada en la pileta del parque. Vivía en un cuartico que invadió al verlo abandonado, mientras la enorme casa donde habitó con su madre también fue invadida por una familia vecina; ellos eran los que, siempre que podían, le daban para comer, estar limpio y vestirse.

Estaba joven Evelio, pero su rostro se veía cansado. Rita sabía que por la edad podía ser su hijo y por eso también lo quería. Le encantaba su limpieza. Le gustaba imaginarse con él, lavándole la ropa, peinándole sus crespos negros y yendo con él a la misa a rezar juntos “El hijo de rana, Rinrín renacuajo, salió esta mañana muy tieso y muy majo…”.

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Los cuentos, los poemas y las canciones que aprendió de niña con su maestra de escuela, que era también su madre, eran el recuerdo más sólido en la mente de Rita, aunque muchos los decía y entonaba sin saber qué significaban; por eso se le confundían con los rezos de la iglesia.

Nadie supo de dónde salió Rita. Algunos decían que la vieron bajarse de un bus que llegaba de Medellín la tarde de un domingo lluvioso y que se quedó parada en el parque hasta que anocheció, empapada de pies a cabeza, junto a su caja de cartón atada con una pita. Otros afirmaban que después de escaparse de Armenia, el poblado vecino, llegó caminando por la carretera vieja, llena de polvo y con los zapatos rotos. Unos cuantos juraron haberla visto sobrevolar sus techos en una noche de viernes santo, subida en una escoba y soltando carcajadas sin abrir la boca.

Lo cierto era que había tocado la puerta del asilo de ancianos tres años atrás, con una caja de cartón desecha en la que había cuatro mudas de ropa mojadas; y ella, sin dientes ya, con el pelo entrecano sobre la cara y disculpándose “por llegar a estas horas a una casa decente”.

Anunció que se llamaba Rita y recitó toda su primera noche el cuento completo de La pobre viejecita. No respondió a ninguna pregunta sobre sus familiares, su origen, su historia. Sólo, otra vez, que su nombre era Rita y que estaba cumpliendo 62 años. “…Duerma en paz, y Dios permita/que logremos disfrutar/las pobrezas de esa pobre/y morir del mismo mal”, la acompañó al final la hermana Ernestina, que la cubrió con una manta y puso su ropa a secar.

Se quedó. Ningún pariente apareció preguntando por ella. Rita se ganó el lugar en el ancianato contando e inventando historias para los demás viejos y tejiendo con las monjas mañanas, tardes, días enteros.

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El día que a la hermana Ernestina le dio un soponcio en plena misa dominical, mientras repartía la comunión, fue tal la confusión que sor Lucrecia se olvidó por completo de Rita y la dejó sola en la banca de la iglesia. Rita comenzó a cantar que “en un bosque de la China, la chinita se perdió” y se puso de pie y avanzó hacia la salida en medio de los campesinos que colmaban el templo, olorosos a perfume dulce revuelto con leña abrasada y polvo compacto Angel Face.

Fue saliendo despacito, mirando el suelo, contando las baldosas de la iglesia primero y los adoquines del atrio después. Hasta que escuchó muy cerquita, como en el borde de la oreja, “cómo estás de linda Rita mía, Rita del alma, Rita que pides por mi y te metes en mis sueños, y que te salites de misa”. Y se rieron a carcajadas mientras caminaron, sin sentir los pies, entre el atrio y la pileta del parque.

Cuando un grupo de monjas los avistaron desde el portón del templo, pasado el susto de la hermana Ernestina, Evelio alternaba entre limpiarle los zapatos y peinarle el pelo a Rita, mientras ella movía sin parar los labios y las manos.

lunes, 27 de abril de 2009

Invisible

Un relato

Resolvió volver el día o la noche, a una hora que ni sabía ni importaba, en que sintió un latido en el pecho y abrió los ojos y los cerró de nuevo. No supo cómo pero cuando los abrió otra vez estaba en pie con su pijama azul frente a la que era su casa. Tenía un anuncio de que estaba en venta que tapaba una hendija en la húmeda puerta de madera. Caminó sin saber hacia dónde. Estaba descalza y pensaba en ellos: sus amores en vida. ¿Adónde irían cuando me fui? Pasó por la tienda donde quedó debiendo unos pesos y vio a Lucas, negro como siempre, lamiéndose las pelotas en el andén. Miró hacia dentro y vio un reloj que marcaba las tres. Las tres de la tarde sin duda. Ellos debían estar en casa a esa hora pero... ¿cuál casa? ¿cuál pueblo?

Subió por la calle empinada que daba hacia la plaza de mercado. Pensó que podría pedir una moneda y hacer una llamada para entender las cosas. No entendió por qué el hombre del bar donde tomó tantos cafés en aburridas tardes de domingo miró a través de ella cuando lo saludó, y no contestó. Ha de ser por el atuendo, dudó. Salió perturbada de nuevo a la calle. Confundida vio cómo un ciclista la atravesó y no sintió nada. Pensé que había vuelto de verdad, se dijo entre desilusionada y tranquila. He vuelto de mentiras.

Entonces siguió caminando y viendo sin ser vista. Pensó por un momento entrar a lugares a los que no había podido y escuchar las conversaciones de gente conocida. Pero pronto empezó a preocuparse por la forma como habría de volver a algún lado de la frontera donde se encontraba. No estaba viva ni muerta. ¿Hasta cuándo? Sus pasos la llevaron a la piscina del pueblo. Allá estaba su hijo. Nadando y saltando. ¿Cuánto tiempo habrá pasado? ¿Días, semanas, meses? Una forma de saberlo sería buscando la prensa. Buscó un periódico mientras esperaba que el chico saliera de la piscina.

Enero 14 de 2006. Sábado. Así que no era día de ir al colegio. Tres meses hacía. Había muerto en algún momento entre la noche del 11 y la madrugada del 12 de octubre. Se sentó en la gradería con vista a la piscina. Miró su pijama. No era ésa la que tenía la noche que decidió morirse. Tampoco era la que le pusieron a la mañana siguiente para llevarla al hospital. ¿Para qué estaba ahí? No entendía mientras examinaba los pequeños dedos de los pies con sus uñas largas. Se cansó ahí sentada. Caminó e intentó empujar una niña a la piscina pero no pudo hacerlo. Se rió de su intento sin fortuna, de su mano traspasando aquel cuerpo mojado.

No se dio cuenta en qué momento su hijo dejó de nadar, se dio una ducha, se vistió, cogió su mochila y se despidió de sus amigos. Sólo lo atisbó cuando ya había volteado en la esquina de arriba, rumbo al parque del pueblo. Corrió, o creyó que corría. Lo alcanzó y le vio de cerca el acné juvenil que había invadido su cara adolescente. Lo regañó por llevar arrastrando las botas de los pantalones. Pero él cruzó la calle, saludó a un perro y entró a una casa de fachada verde y con techo alto. Ah, es aquí donde viven. Entró.

Su esposo se había quedado dormido viendo televisión y con los pies levantados sobre una silla sin cojín. No tenía camisa, tenía la grande barriga al aire. Lo hizo de maldad: le metió el dedo gordo de un pie por la nariz. Él despertó. Entonces fue ella la que se llevó el susto. Él volteaba su cabeza de un lado para otro hasta que estiró la mano para coger del suelo el control del televisor. Lo apagó apuntándole a ella, a través de ella. Después de una ilusión tan bella como fugaz, de un instante de esperanza para entender, ella se desplomó.

Cuando despertó estaba en su cama en una habitación que no conocía. Sin embargo, sentía un olor familiar. Era él que estaba a su lado. Un rayo de luz pegaba contra una ventana. Miró el reloj en la mesa de al lado y eran las siete. Siete de la mañana sin duda. Intentó levantarse pero él lo hizo primero. Se sentó en el borde de la cama, se pasó las manos por la cabeza, suspiró. Salió de la habitación y fue a otra para despertar al chico.

A hacer deporte mi amigo, le decía. Y ella vio cómo le daba besos para despertarlo. Fue a la cocina y no encontró la mitad de las cosas que tenía. Las vendió, estoy segura. La casa era mejor y tenía menos cosas. Su rastro no estaba por ninguna parte, no era visible, como ella. Pero se dio cuenta de que estaba equivocada. Sentada en una butaca y con la cara entre las manos, su gesto de cuando prestaba atención, observó mientras se preparaban un jugo de naranja: uno las partía y el otro las exprimía. Vio cómo lo tomaban en silencio mientras el niño molestaba al papá arañándole la barriga; y ambos reían. Cada uno lavó su vaso. Cerraron cada puerta sin hacer ruido hasta que llegaron a la calle. Allí estaba ella, despidiéndose otra vez sin ser despedida, quedándose allí donde nadie la veía, donde ellos dos la vivían.

Diciembre de 2005

miércoles, 22 de abril de 2009

Designio

Un relato

Te lo habías repetido una y otra vez frente al espejo mientras rodaban las lágrimas de rabia que te llenaban los ojos y te decías como golpeándote que esa era la única certeza que tenías y que querías, porque estabas sintiéndote cansado de todo lo que habías esperado, de todo lo que habías aguantado. Por eso saliste ese día sofocante de sol esplendoroso y cruel, a pesar de que las piernas te temblaban y te palpitaba fuerte el corazón y te sudaban las manos mientras las empuñabas en los bolsillos del pantalón viejo y caminaste despacio pero decidido.

El recorrido que habías hecho día tras días de tu casa hasta el trabajo durante más de cuatro años era esta vez eterno y te pareció extrañamente más concurrido esa mañana de detestable domingo para el que habías programado el acto que pondría fin a tu desgracia. Repasaste paso a paso la entrada al moderno edificio y las palabras mágicas que tendrías que decir para que te abrieran las puertas y en medio de la supuesta confianza el enemigo se creyera tu amigo y se creyera que subiste los siete pisos hasta su oficina en un día de descanso para desearle un feliz cumpleaños que ni sabías ni te importaba.

Viste dos cuadras antes el alto y gris bloque de cemento y varillas y ventanas en miniatura en el que habías cultivado un par de buenas amistades y habías conseguido una buena esposa que contestó teléfonos durante veinte años hasta quedarse sorda a la voz humana y a cualquier sonido que le llegaba sin aparatos que intermediaran. Recordaste que en tu misma casa mandaste instalar dos líneas telefónicas para poder llamarla y que ella te escuchara y oír la dulce voz de amada triste y resignada de la mujer por la que supiste desde el primer día que lo darías todo. Incluso, esbozaste una sonrisa recordando cómo ella disfrutaba conciertos y conferencias que escuchaba gracias a los micrófonos mientras que tus susurros de amor al oído se perdían en el aire y ella apenas sentía que vos muy cerca como que la besabas.

Quisiste llorar entonces pero ya estabas frente a la decisión que habías tomado y el portero te preguntó qué querías señor don Lucio hoy domingo usted por aquí y le dijiste que habías quedado de reunirte con el jefe para revisar unos documentos para la reunión de mañana. Pensaste, mientras escalabas, que debías tener una cara de mucha ira porque no podías dejar de recordarte las razones por las que estabas allí con un puñal agarrado con tanta rabia que sentías que te sangraba la pierna izquierda herida a través del bolsillo roto.

En el descanso del sexto piso te detuviste como encandilado y sólo pudiste ver y oír en tu cabeza, recordando, como en los cortos de una película, el automóvil del doctor que bajaba borracho por la avenida y le pitaba como loco a María para que se quitara del camino y María sólo te miró y salió corriendo hacia vos sin oír nada. Sentiste que las fuerzas te abandonaban y lloraste hasta que el dolor volvió a transformarse en una rabia infinita y entraste corriendo a la oficina del jefe que se había reído de la sordera selectiva de María, tu María. Le clavaste hondo el puñal en el pecho, en frente de su hija adolescente que trataba de llevárselo a casa donde lo esperaba una divertida fiesta de cumpleaños.

lunes, 20 de abril de 2009

¿Quién pondrá flores en la tumba de Inocencio?

Un cuento
Tiempo máximo estimado de lectura: 20 minutos

Hubiera querido, eso sí tengo que confesarlo, pero yo no fui el que lo mató. Lo había pensado muchas veces, muchas. Uno aquí encerrado tiene tiempo de sobra para pensar cosas malas y a veces hasta se le atraviesa uno que otro pensamiento bueno. Los que saben leer son los que se pueden distraer con otras cosas; y también los que hacen artesanías y las venden los días de visita que vienen las mujeres y compran sus chucherías, que manillas, que collares, o tarjetas para regalarle al novio. Pero yo, señor, todo lo que sé hacer es trabajar con las manos, pero trabajar la tierra, sembrar, coger café, echar machete en el monte.

Machete, eso era lo que se merecía ese viejo hijueputa. No una puñalada así, sin gracia. Me disculpa que se lo diga así no más, señor, pero es que este odio que yo tengo guardado no me lo puede sacar nadie, ni mil años encerrado. Ni siquiera ahora que está bien muerto lo dejo de odiar. Es que ese hombre le hizo mucho mal a la gente que yo más quería. A mí no se me borra de la cabeza la forma tan descarada como me pidió que le diera posada en mi casa, con mujer y todo. Maldito viejo, ya se tenía todo muy bien pensado. Había sido mi suegro, cuando yo vivía con su única hija allá en San Juan.

Ella, le decíamos Tita, me dio tres hijos pero también me los fue quitando. Estaba loca y yo no me había dado cuenta. Era bonita la loquita, calladita cuando se le antojaba y altanera cuando sabía que querían darle por la cabeza. Convivimos nueve años que era lo que el mayor tenía cuando a ella le dio el arrebato de irse. De dejarme, para qué me voy a poner con bobadas. Yo como que tengo la salecita para arruinarle la vida a la gente que más quiero.

Un día llegué a la casa después del jornal y no estaban ni ella ni los tres niños. Salí para el pueblo como aturdido y busqué por todas partes y preguntaba pero la gente me miraba raro y seguro creían que era yo el que estaba loco. Pasé el primer día preguntando en todos lados y yendo donde gente que conocíamos. Ya con la luna me tocó quedarme a dormir en casa ajena, con lo maluco que es eso.

Al otro día bien madrugado estaba dispuesto a empezar la búsqueda pero yo que salgo de la casa y me topo con una amiga de la Tita que estaba toda confundida que porque la había visto coger un bus para la capital queriendo llevarse a los pelaos. Adela, que era buena persona, me contó que no había logrado retenerla pero la convenció de dejarle los niños. Me contó que Tita no decía más que incoherencias, unas cosas sin sentido que hasta hicieron llorar a esos pobrecitos hijos míos al comprobar que su madrecita estaba más loca que una cabra. Imagínese señor que dizque era que iba a comprar una bolsa de leche a Medellín y que necesitaba que los niños conocieran la ciudad, cuando ella a duras penas había ido a la plaza de mercado del pueblo.

Me devolví con los tres niños para San Juan con el alma llena de preguntas. Yo, señor, no era que estuviera muy contento con la Tita pero me gustaba cómo cocinaba y me arreglaba la ropa y me sobaba la cabeza cuando quería dormirse. Pero sus rabietas eran insoportables, tiraba las cosas y se jalaba el pelo. Otras veces era que se quedaba como ida. Pensando en no sé qué cosas. Esa cabecita… Le sigo contando pues que me devolví con los niños para la casa. Julián, el mayor, no pronunció palabra, estaba muy serio. David, que tenía seis años, fue el que me contó cómo había pasado todo. Que la mamá les había dicho que iban todos para el pueblo a conocer a un señor que les regalaría ropa y zapatos, que si estaban de buenas también les daría de esos juegos en cajita que muestran en la televisión. Y que después, en el pueblo les dijo que tenían que tomar el bus para Medellín pero no explicó por qué. Repetía las mismas cosas el David, como un loro, y si yo le preguntaba algo más, volvía y me contaba lo mismo, tal cual y no agregaba nada nuevo. Andrés, el pequeñito que tendría tres o cuatro años, qué pesar, a ratos preguntaba por la mamá, al momento se respondía él mismo que ya venía, y al otro rato ya estaba jugando feliz con una pelota de colores que le regaló Adela.

Viví más de un año solo con los niños. Pero usted sabe señor que uno como hombre necesita una mujer en la casa. Mucho más si tiene niños para terminar de levantar. Yo ya conocía de hacía muchos años a la Omaira y aunque le llevaba diez años de edad, no era indiferente a mis coqueteos desde que me quedé solo. Un día pasé por su casa y le dije en charla que si se dejaba llevar por mí, que yo por esos ojos hacía lo que fuera. Apenas se rió y no dijo nada, me mostró esos dientes blanquitos blanquitos y yo más enamorado. A los dos días, me acuerdo muy bien que era la fiesta del domingo de ramos, ya íbamos a salir todos para la procesión en el pueblo cuando ella llegó a mi casa y dijo que quería acompañarnos. Y nos acompañó ese día, esa noche y todas las noches siguientes. Hasta que la desgracia llegó a la casa disfrazada de ese viejo y yo la dejé entrar.

El viejo llegó cuando Omaira tenía unos cuatro meses de embarazo. Traía una caja de cartón en una mano y una mujer en la otra. Si usted hubiera visto la cara de humildad con la que llegó el viejo a pedirme que en memoria de la Tita, como si estuviera muerta y no volada, le diera posada unos días porque un barranco le había tumbado la casa. Era verdad lo del barranco, señor, porque en esos días había llovido mucho y además de que la tierra en San Juan es muy inestable, los ranchos más viejos fueron construidos sin bases, por encimita no más. Entonces le dije que sí, que podía quedarse en mi casa mientras buscaba una para él y en memoria de la Tita que ya todos dábamos por muerta y que, a pesar de todo, había sido buena conmigo.

Omaira los acomodó en el cuarto del mayor, que pasó a dormir a la misma habitación con los otros dos chiquitos. Julián no hizo muy buena cara pero como no decía nada... Además Omaira tenía un don de mando y los niños le obedecían más que a su propia mamá. El viejo descargó su caja y nos presentó a la mujer, que apenas, como con un gran esfuerzo, levantó la cabeza. Nunca supimos cómo se llamaba porque el viejo unas veces le decía mi Violeta, otras veces mi Candela y otras tantas, mi Tórtola. Yo creo que no tenía nombre, porque ¿cómo se va a dejar llamar uno de tantas maneras teniendo un nombre? ¿Usted cree señor? En todo caso, ella era como un perrito faldero con él, a todo lo que él le decía obedecía y cuando el viejo se iba el día entero ella se quedaba en ese cuarto encerrada. La Omaira me contaba que a ratos salía y ayudaba en algo de la casa o en la cocina, comía y volvía encerrarse. Parecía que esos dos se querían porque cuando estaban juntos se consentían todo el tiempo y ella sólo se veía feliz cuando estaba con el viejo.

La vida fue de ese estilo, bien normal, durante varios meses. Nosotros en nuestra vida cotidiana y el viejo saliendo a buscarse alguna forma de trabajar para hacerse una casa nueva. Todos los días iba y le daba vuelta al terrenito suyo, arrancaba lo que hubiera y siempre llegaba con alguna cosa de comida. A Omaira le crecía la barriga y todos queríamos que a la familia llegara una niña. Ya le teníamos nombre sin siquiera estar seguros de qué sexo iba a tener. Los dos niños menores, David y Andrés, le pusieron el nombre: Lucía, que porque así se llamaba la profesora. Y decían que la iban a llevar a la escuela y le iban a mostrar la vereda y que iban a coger mangos con ella. A veces había que bajarlos de la nube porque exageraban en fantasías. El viejo miraba como con recelo, yo no sé señor, yo veía que a él no le gustaba que estuviéramos tan tranquilos. En algunas ocasiones lo escuché cuando les preguntaba a los dos menores que si se acordaban de la mamá, de la Tita, y les recordaba que ella era su mamá de verdad y que de pronto hasta un día se aparecía. Usted entenderá que a mí no me gustaba que les dijera eso, que los llenara de ilusiones que nadie sabía si iban a ocurrir o no. Además les traía a la memoria algo que era muy doloroso para ellos. Sin embargo, yo nunca he sido hombre de problemas y no los tuve en esos momentos con el viejo a pesar de ser tan metido.

El mal día en que la desgracia cayó sobre mi familia comenzó con la buena paga de la última cosecha de café del año. Omaira y yo queríamos llevar a David y Andrés al dentista y aprovechar para hacer el control de las últimas semanas de embarazo. Julián y yo nos fuimos temprano para el pueblo con otros tres vecinos de la vereda, en un carro que contratamos entre todos para sacar el café recogido y venderlo en la cooperativa. La idea era encontrarnos con Omaira, David y Andrés en el pueblo antes de mediodía, en el almacén de una prima lejana que vendía ropa para niños. Pero no llegaron, señor. Nosotros descargamos los bultos, pesamos, negociamos y nos metimos la plata al bolsillo. Buscamos desayuno en una cafetería y de ahí nos fuimos para donde Berta, la prima, a esperar. Vimos cuando llegó el campero de San Juan y se bajaron los conocidos, pero nadie nos daba razón de los míos.

San Juan es una vereda pequeñita, señor, y el servicio de transporte es reducido, aunque el domingo es más frecuente. Ese día el campero lleva a la gente en uno o dos viajes en la mañana al pueblo y luego hace dos viajes de regreso en la tarde cuando todos llevamos el mercado para la casa. A la hora en que estábamos esperando Julián y yo ya no había forma de que Omaira y los niños llegaran al pueblo. A mí me dio por pensar que a la Omaira le había dado por el mal genio y no había querido ir.

Julián se quedó con unos amigos que habían llegado de San Juan y yo me puse a dar vueltas por el pueblo, un poco inquieto pero a la final no tenía mucho qué hacer porque había que esperar a que a las dos o cuatro de la tarde el campero emprendiera el regreso.

Ese tiempo se me hizo eterno porque, primero, no tenía nada para hacer y, segundo, no me explicaba por qué la Omaira no había llegado. A ratos me daba era como rabia que no hubiera cumplido, cuando era una cosa que habíamos planeado tanto, le habíamos echado cuentas y estábamos muy contentos porque la plata que íbamos a recibir por el café era buena. Iba a ser el último control suyo hasta el parto y en la escuela nos habían dicho que los niños tenían los dientes muy feos y que había que llevarlos al médico. Intenté convencer al Julián de ir él entonces donde el dentista, pero se rebeló. Usted sabe, señor, un jovencito de esos es muy llevado de su parecer y uno no está para rogarles que hagan algo por su propio bien. ¿No cree?

Casi a las dos y media fue que resultó el viaje de vuelta para San Juan. El recorrido me pareció más largo que de costumbre, aunque duró los mismos cuarenta y cinco minutos. Julián y yo nos bajamos en la tienda y cogimos el caminito para ir a la casa. Cuando empecé a vislumbrarla, sentí como un vacío en el pecho que me hizo detener. El muchacho atrás me empujó con un palo con el que jugaba y dijo “hágale pues pa´, ¿o se va quedar ahí parado?”. No le digo sino, señor, que fue una cosa muy rara.

Cuando llegamos, la casa estaba de puertas abiertas y el radio del viejo tirado en el suelo. Llamamos a todos pero nadie contestó. Revisé la casa cuarto por cuarto mientras Julián intentaba sintonizar algo en el radio. Entonces me fui para el tanque de lavar café, pensé que podrían estar ahí porque en esa parte daban sombra los palos de mango y era el mejor lugar para disfrutar la fresca a esa hora. Pero lo que encontré fue otra cosa, señor. Unas gotas de sangre en uno de los muros del estanque, que me hicieron temblar las piernas, me hicieron tragar saliva. Seguí otras cuantas gotas que me llevaron hasta el moral donde lo que vi no se lo deseo a nadie. El maldito viejo había matado a machetazos a Omaira embarazada y a mis niños del alma. Grité tan fuerte que no me oí. Julián escuchó y fue a buscarme. Viera señor, con una sangre fría que yo no tenía, me dijo “también mató a la Tórtola. Allá está en el estanque”. Y nos quedamos ahí, pasmados. Yo arrodillado y él de pie con un palo en la mano, ambos mirando lo que no queríamos ver. Con el corazón apretado. Con una rabia y un sentimiento, señor, que no le sé explicar, que no se puede explicar.

Julián me ayudó a pararme. Ese día me di cuenta de que era casi un hombre, tenía unos brazos fuertes y mucho carácter. Me puse de pie despacito y abracé a mi hijo por primera vez en la vida. Ahora recuerdo que toqué su espalda ancha y dura, le toqué la cara sin lágrimas y reconocí que tenía los mismos ojos de la Tita. Entonces, con más dolor todavía, me puse a llorar.

***

Nosotros no teníamos otra cosa en la mente que encontrar al viejo ese y cobrarle por lo que nos había hecho. Emprendimos monte abajo, hacia el río, pensando que por ahí huiría. La venganza nos daba ánimo. Con los machetes nos abrimos paso. Había que ir rápido pues no sabíamos qué ventaja nos llevaba el viejo. En San Juan la noticia se había regado como fuego después de que les dijimos a los dueños de la tienda que nos ayudaran poniendo el denuncio en la inspección. A ellos también les pedimos que cuidaran los cuerpos. Estaban todos escandalizados. Les parecía absurdo que nos despidiéramos como locos en busca del viejo en lugar de resolver primero qué hacer con los cuerpos y denunciar el caso nosotros mismos. Pero yo sabía, señor, que ya nada iba a resucitar a los míos; en cambio, estaba convencido de que el viejo tenía que pagarla y no se podía escapar así no más.

Pero no lo encontramos, señor. Ni esa tarde ni al día siguiente en el que yo a ratos quería olvidarme del asunto pero el Julián tenía los ojos tan llenos de odio que me daba miedo mirarlo. Ese día mientras yo trataba de resolver el asunto de los entierros y demás, el muchacho se me escapó para el pueblo. Me tocó seguirlo y desentenderme del entierro; hoy me duele mucho recordar eso también, que fueron los vecinos los que se encargaron de todo.

Julián nunca me dijo de dónde sacó la pistola. Lo vi sentado en una manga del pueblo jugando con ella. Apuntando, haciendo como que disparaba. No era un niño el que yo veía, tenía la cara de un viejo. “Lo voy a sacar de donde esté, papá. Él no le puede hacer esto a usted”, hablaba como si no fuera con él la cosa, como si a él no le doliera, haciéndose el fuerte aunque le habían matado sus hermanitos. Todavía yo no me explico señor qué era lo que más me dolía de todo eso. Si los que había perdido para siempre o este hijo que vivía pero que tenía tanto odio por dentro. Y yo me llenaba de más rabia y también de más odio.

Ahí fue que la policía nos encontró con el arma y a mí me encanaron, señor. A Julián se lo llevaron conmigo pero sólo era para meterle miedo. Dos horas después lo mandaron para la casa, mientras el jefe de policía se reía diciéndole que se fuera a estudiar en lugar de andarle siguiendo los malos pasos al papá. Por eso es que yo estoy aquí, por posesión ilegal de arma, porque cuando nos cogieron yo dije que esa pistola era mía.

Usted sabrá ya esta parte de la historia, señor, que cuando yo llevaba una semana aquí cogieron al viejo por los lados de Candelaria, allá abajo donde el río Capriolo desemboca en el Cauca. Lo procesaron por las muertes de mi casa y también por la de otros dos hombres que dizque mató en el Cesar cuando vivía por allá.

Desde entonces Julián vino a visitarme con más frecuencia intentando entrar algún arma para matarlo, y “quedarse aquí por ahí derecho”, le decía yo. Señor, no le voy a decir mentiras porque me hicieron jurar que sólo iba a decir la verdad, yo también tenía muchas ganas de cortarle la cabeza y meterle un navajazo en el vientre a ese viejo, más aún teniéndolo ya por estos lados. Pero el consejo que tenía que darle al Julián para que no terminara de arruinarse la vida me estaba trabajando a mí también, ¿me entiende? Yo quiero pensar que lo convencí porque el último día de visita no vino. Lo cierto es que yo había acabado por convencerme de que no valía la pena, de que al viejo, más tarde o más temprano, le llegaría la hora de pagar.

Yo no fui, señor. Le repito que yo no lo maté. Al viejo ya lo detestaban suficiente por lo que hizo. Hasta a los malos de aquí, que lo que han hecho es robarse gallinas y sacar racimos de las fincas, les daba rabia que los juntaran con un maldito cobarde que mataba niños. Puede estar seguro, señor, de que alguien más valiente que yo se me adelantó.

Escrito en diciembre de 2006

domingo, 19 de abril de 2009

Experiencia

Relato

De un navajazo le atravesé la cara desde la oreja izquierda hasta la punta de la barbilla. Ella, que no dejaba de sonreír, volvió a preguntarme que si quería pizza. Por respuesta me di la vuelta y fui a mecerme en el columpio que colgaba del viejo árbol de guayaba. Ella, que ya no tenía herida ni sangre, se acercó para empujarme y lo hizo tan fuerte (en medio de una carcajada) que me puso en órbita.

Alto muy alto yo empecé a reírme. La boca de un pequeño volcán me recibió en ese otro planeta. Y mi papá se acercó, mientras yo me sobaba la nalga, y me dijo, como siempre, que no comiera carnes frías que porque eran muy malas. De malas estaba yo cuando le respondí que nadie, que se supiera, había muerto por una salchicha. Papá desapareció después de que me tiró las llaves con mucha rabia y tan lejos de mi asteroide que fui cayendo otra vez en el espacio en busca de ellas.

Atraparlas sin que cayeran y tocar un piso pantanoso con mis pies fue simultáneo. Me topé de frente con mi jefe, que ostentaba el navajazo mientras comía un trozo de queso. Se veía tan gordo y grasoso. Con las llaves corté el columpio a donde vi que se dirigía saltando.

Un número en letra Arial tamaño catorce colmó mi vista durante una eternidad y cuando logré despegarlo del vidrio, choqué con mi vecina octogenaria que me mostraba unas llaves como si quisiera hipnotizarme. Se las iba a arrebatar, pero ambos quedamos petrificados con el estruendo. El volcán hacía erupción y arrojaba por su boca pasta de tomate. Corrí, corrí, quería salvar a un amigo que yo había dejado solo en el espacio. Era papá. Pero no llegaba, no llegaba. Y ella, sin el navajazo, me alzó en sus brazos, me subió al columpio contra mi pataleo. “Que está cortado, que no sirve, que yo lo corté”. Pero no. Estaba bueno el columpio. Y me empujó otra vez. Todopoderosa me mandó al lado de papá y yo pude decirle que nunca iba a olvidar ese árbol de guayaba con el que crecí.

Papá me apretaba cariñosamente los pómulos. Desengañado descubrí después que no era él sino ella: la anciana vecina, que no sé como se llama, me jalaba los cachetes con mucha fuerza. Me dolían tanto que en un parpadeo la hice desaparecer y entonces vi frente a mí a un amigo. Y ya no supe si yo había estado dormido o drogado.

sábado, 18 de abril de 2009

A Juan Pérez le mataron el miedo

Un relato corto

A Juan Pérez lo hirió una mujer de ojos de un negro profundo que lo miraban sin pestañear mientras le hundía el puñal en el vientre; y mientras otra corría con su billetera en la mano y el pelo alborotado por el viento que se cuela en ese cañón urbano y oloroso a orín que es el pasaje de La Bastilla.

Se desplomó en milésimas de segundo y no le sirvieron de socorro las decenas de pares de ojos que lo contemplaban. Escuchaba un murmullo pero no sabía si era la voz de su madrecita en su cabeza que le decía una y mil veces que la quincena hay que guardarla entre las medias y los zapatos. Pero el ruido confuso estaba entre la gente que lo empezaba a rodear. Minutos valiosos para su vida pasaron en la nada, hasta que escuchó una sirena que le pareció de ambulancia y se echó a dormir en su espeso charco de sangre.

Fue entonces cuando, ante la mirada inútil e incrédula de sus espectadores, Juan se puso en pie de un salto, selló con sus dedos la herida y empezó a caminar bailando. Se rió por dentro del terror expectante en los ojos de la variada fauna humana que habitaba, ese caluroso mediodía, la céntrica calle donde se confunden en óxido los olores a herrumbre y cerveza, la música de todas las cantinas, las ondas vocales de hombres y mujeres que parece que estuvieran ahí eternamente.

Se supo muerto entonces. Y, sintiéndose liberado de todos los miedos que los otros tenían, deambuló desprevenido el resto del día con su noche.

Sólo así, no le dio miedo cruzar las cuatro o cinco anchas avenidas de la ciudad, las que nunca enfrentó de acuerdo con las luces de los semáforos porque apenas unos cuantos las respetaban. Las había aprendido a sortear, con alguna destreza, mirando a cada lado de la calle para ver a qué distancia estaban los vehículos; tal como lo debía hacer, en algún lugar del mundo, habilidoso, ágil, arriesgado, el cirquero errante que le decían era su padre.

Tampoco desconfió del tumulto que le esperaba en cada esquina, en las tiendas, en las filas de los buses. Cada tanto, sintió cosquillas alrededor de su cintura y experimentó la sensación más lógica, aunque olvidada: una risa incontenible. Irremediable. Se rió poseído de un milagro que disfrutaba en medio del caos, del ruido y el humo negro despedidos por los motores. También respondió con la hora exacta al muchacho de su misma edad que le preguntó afanoso y, a pesar de haber sido su mortal error, volvió a dar satisfactorias instrucciones a dos jovencitas que buscaban una dirección.

A Juan también le habían matado el miedo que le tenía al sol que pica, que pone la piel seca en tiempos de verano en una ciudad que no tiene primavera. Se jactó, solo, de sentir caer la tarde sobre sus hombros, pesada y sofocante. Con la misma decisión se aprestó a recibir la oscuridad de la que la multitud huía despavorida; amenaza aplastante, ineludible, que él aceptó valiente.

Bebió cerveza al lado de un trotamundos que ofrecía manualidades hechas de lata y se dejó invitar a bailar por una cuarentona de pechos grandes que lo vio borracho y lo tanteó en vano en busca de la billetera.

Juan Pérez sobrevivió la noche y lo dominó el aburrimiento. Con el amanecer le brotó, como saliendo por la cicatriz y en forma de ojal, un terror a quedarse así, muerto, sin riesgos que temer, sin miedo.

Escrito en julio de 2006

viernes, 17 de abril de 2009

Metamorfosis

Tiene la boca llena de mariposas. Las suelta una a una y ellas vuelan. Palabras con alas. De todos los colores, olores, tonos y tamaños.
Cansado, al final, se recuesta en uno de los árboles donde ellas han ido a posarse. Mariposas sin alas ya planean su regreso a los frutos. Van a contarles, gritos y susurros, sus secretos.

jueves, 16 de abril de 2009

Mecanógrafo

Pa pa pa pa. Volvían a sonar sobre la mesa de estudio los dedos. En la mente la imagen de las letras marcadas con lapicero sobre la madera. ASDF espacio ÑLKJ espacio. Estaba oscuro allá afuera y en el corredor de la casa no debía haber nadie. El golpeteo apenas se detenía a intervalos. Era de noche y todos dormían. Sólo ella escuchaba al practicante nocturno de mecanografía. ASDF espacio ÑLKJ espacio. Pero ésos eran unos dedos fuertes. Aquel fantasma no tenía que hacer esa práctica. Ella sí. Era para fortalecer sus deditos de niña de siete años, decía el papá que quería asegurarse de que le diera con fuerza a cada tecla de la vieja máquina de escribir marca Remington que su hermano había traído de un basurero en Estados Unidos.

Pa pa pa pa. Quería tener el valor de levantarse de la cama a preguntarle a alguien si escuchaba lo mismo. O de asomarse afuera para ver de quién o de qué se trataba. El miedo la petrificaba. Sólo cubría su cara, se tapaba los oídos en vano y pedía mentalmente que lo que fuera se callara. En medio del miedo lograba olvidar el sonido o quedarse dormida.

Así fue durante varias noches. Al acostarse todos, sólo un instante después, volvía. Pa pa pa pa. Y el sonido era nítido y cercano. Aparecía. Sólo algunas veces se escuchaba que abría la puerta, buscaba algo en el refrigerador y corría la silla frente a la mesa para la práctica. ASDF espacio ÑLKJ espacio. La enloquecía.

A la luz del día sólo ella había escuchado. Y se iba a rozar las letras en la madera, a revisarlas. Esperaba encontrar algún mensaje, algún indicio, algo perdido, algo olvidado. Pero no había rastro. Hacía su práctica con los pies colgando de la silla roja pero ya no lograba concentrarse en lo que hacía. Ya era mecánico lo que hacía. ASDF espacio ÑLKJ espacio. Ya había aprendido la lección pero era de estar pensando en lo inexplicable, en el miedo.

En la noche renacía la esperanza de que no volviera. Pero también llegó a pensar que una buena noche el practicante sacaría la máquina de escribir del armario y empezaría a escribir. Tac tac tac tac. Entonces las teclas reales tendrían que escucharlas todos y despertar. Pero no. El sonido siguió siendo el sonido hueco de la madera; hasta que ella misma cogió la máquina y empezó a combinar las letras con sus dedos todavía pequeños pero tan fuertes que hizo callar al fantasma.

Escrito en julio de 2005

martes, 7 de abril de 2009

Cambio de planes

Tenía la intención de escribir, muy juiciosa, sobre esta ciudad en la que nací y en la que vivo con deslucida pasión desde hace tantos años. Quería decir que desde que volví de mi último viaje al exterior veo diferentes sus colores, me inquietan sus flores de marzo, me sorprende su luz, su verde permanente… Que me siento en casa, iba a decir. Incluso, pensé en un título que me gustaba, Experiencia urbana. Lo que iba a escribir era algo relacionado con esta euforia por la asamblea del BID que trajo tanto gringo por acá a comer chicharrón y tomar café; con esta forma de ser amables, risueños y, a veces, llenadores, nosotros los llamados paisas; con la gracia que de verdad tiene vivir en una ciudad donde el clima puede ser loco pero que no atropella, en la que reniego feliz por sus días soleados y sus lluvias sorpresa.

Pero no, ya no quiero pensar en eso, escribir sobre eso. Porque entonces la historia decenas de veces repetida volvió a mis oídos. Una historia de verdad, de seres de carne y hueso, como se dice, a los que el cuento de la crisis económica mundial los tiene sin cuidado como también los tienen sin cuidado los referendos llámense del agua llámense de reelección saecula saeculorum. Sus inquietudes y sobresaltos son más inmediatos; su sobrevivencia no admite divagaciones ni instantes de placentero olvido y preocupación por asuntos más profundos y trasnacionales.

Hablo de Alicia, de 63 años, madre de tres mujeres de 34, 31 y 17 años de edad, abuela de Adelaida, de 12, y Manuela, de 10. Nacida en Fredonia, Antioquia, y habitante de Medellín desde hace veinte años a donde llegó después de haber vivido la mejor época de su vida como esposa del jefe de la estación del tren en Santiago, en la boca del túnel de La Quiebra, esa importante obra de ingeniería que en la segunda mitad del siglo XIX comunicó a Medellín con Puerto Berrío. Muchas cosas pasaron después con la caída vertiginosa de Ferrocarriles Nacionales y su posterior liquidación. Con ese hombre y sus dos hijas mayores, Alicia empezó a vivir en un rancho construido en un pedazo de tierra en el barrio Popular, arriba en la comuna 1 de esta capital. Era un cuarto de unos seis metros por cinco en el que lograron acomodar algunas de las cosas que habían traído de Santiago.

Con el tiempo, a la casa le agregaron otros dos cuartos. Pero hoy se está cayendo. Las aguas de una quebrada que le pasa justo al lado parecen estar comiéndosela por debajo. El lavadero se hunde, el piso del baño de hunde. También se está cayendo por arriba; cuando llueve, la cocina se inunda, la puerta que la separa del cuarto donde están las camas acabará pudriéndose, mañana mismo, en este momento. Alicia vive con su esposo y con su hija adoptiva de 17 años. Él este año no trabaja porque lo echaron del negocio para el que descargaba mercancía por borracho. La hija este año no va al colegio porque no tiene pasajes para bajar al centro.

Esta semana el alcohólico completó catorce días, seguidos, de estar bebiendo. El viernes pasado, cuchillo en mano, se le fue encima a Alicia, quien, esta vez, por fortuna, se escabulló, esta vez, repito. De la estación vinieron y se lo llevaron unos policías. Al día siguiente estaba de regreso.

Para no alargar el sinsabor, para usted que lee y para mí que escribo con una gran tristeza, diré que esta mujer está esperando hace más de dos años que le hagan una cirugía urgente en la garganta y que sus dos hijas mayores no la están pasando mejor. No hay trabajo, no cuentan con los padres de sus hijas o tienen que soportarles sus atropellos al compañero de turno. En los rostros, en las figuras, en la voz y en lo que dicen se notan la desazón, la rabia, la impotencia. La desesperanza. “Qué vejez tan triste la mía”, me dice Alicia y, en un gesto que me descompone, intenta sonreír. Y me duele que sea la misma historia que he escuchado de su boca tantas veces y que sea la misma historia que he escuchado de otras bocas también tantas veces, la que se empeña en repetirse, la que seguimos repitiendo.

Ni siquiera presumiré de querer intentar una conclusión en esto. Parece, y lo es para mí, tarea casi imposible. De repente, lo que iba a decir sobre la luz de la ciudad, las últimas flores amarillas que caen al paso de humanos en constante agitación, la potencial y la real calidez de las gentes a mi alrededor, me parecieron poesía; bella y elocuente pero, como esto que termino aquí, dolorosamente insuficiente para entender lo que pasa en el mundo.