jueves, 19 de febrero de 2009

Niña reina

Un relato corto

1

Le pusieron la pequeña, brillante, corona de cartulina. Le entregaron su cetro, también forrado en papel aluminio, con una estrella de cartón mal recortada y atada al palo con una cinta amarilla. Se veía tan linda. Y sonreía. Sonreía todo el tiempo tal como le habían enseñado. La miraban todos. En su vestido rosa de niña de seis años, lleno de orlas y cintas que colgaban, se veía hermosa. Era el orgullo de mamá. La mamá que aplaudía extasiada, ahí en la primera fila del teatro escolar, y daba palmas muy incómoda porque tenía bajo un brazo las sandalias que Johana había usado en el desfile en traje de baño, y entre los pies, la abultada bolsa que contenía el vestido folclórico, plegado y pegado por tías, primas y vecinas con periódicos recogidos por todo el barrio.
Johana tenía los pómulos encendidos por el calor de ese atavío de seda, el traje de gala que cosió, descosió y volvió a coser la mamá durante tres largos meses. La mamá que hurgó, compró, hasta arrancó, pedazos de revistas para inventarle un diseño a su vestido de niña reina. Su niña que sería reina, virreina o princesa, desde ya y para toda la vida. El sueño soñado y no cumplido de su infancia de citadina bien cuyos padres la querían abogada, médica, al menos bióloga, a regañadientes periodista. Por eso Johana sería reina, porque tenía su apoyo, porque la historia la obligaba a serlo. Por eso le había dado compotas bajas en grasa y le preparó bebedizos, desde el primer mechón, débil crespo y sin color definido todavía, para asegurarse de que su cabello fuera liso, suficientemente grueso y radiante.
La nueva soberana ejercería un reinado de doce meses en el que no tenía que decir nada ni estaba exenta de tareas ni debía tener compromisos de algún tipo. La niña reina reinaría tranquila sabiéndose bella y escuchando los susurros a su paso por los corredores de la escuela; eso creía la mamá. La mamá que habían echado de la casa siete años atrás, del condominio con piscinas y cancha de tenis, porque no supo ocultar, embarazada y perdonada, una clarísima duda sobre el coautor de la criatura debido a que se hallaba en un vuelo feliz, narcotizada.
El reinado, con todo y corona, la hacía sentir mejor madre. Pero Johana sólo quería que los aplausos terminaran y que todo el mundo se fuera para poder quitarse el calor que tenía esa ropa, limpiarse la cara untada de tonos rojos y rosados e irse a jugar con Mayerly que estaba en una esquina de la tarima, llorando, mientras las tías la regañaban porque no había entrado en el grupo de las cinco finalistas.
Cuando el ruido de los aplausos al fin se detuvo, Johana, triste, con las comisuras de los labios trémulas, palpitantes, vio que toda una fiesta estaba por comenzar y aprovechó el alborozo para correr hasta Mayerly y decirle que ahora mismo nos vamos de aquí, a jugar un juego más divertido en otra parte.
Johana dejó la corona de puntas dobladas, por las que se delataba el tono verduzco debajo de la envoltura plateada, sobre la bolsa negra que la mamá había puesto en una de las sillas del auditorio. El cetro lo tiró encima pero la niña reina volteó tan rápido que no vio cuando rodó, ajado, hasta los pies de un hombre joven, de zapatos tenis y sudadera; el profesor de gimnasia.
No porque haya sentido el golpe del debilitado cetro detrás de sus zapatos sino porque lo contagió el olor a maquillaje fresco y saturado, el profesor se distrajo de la conversación que sostenía, y se giró para mirar a Johana y Mayerly cuando salían, diligentes, presurosas, a hurtadillas, por la puerta de emergencia del teatro.

2
La niña reina alcanzó titulares en las principales páginas de los diarios locales. Su foto de soberana coronada apretando el cetro, con sus labios de niña puta, los ojos casi cerrados, el vestido rosa dando visos por las luces, la mueca sonrisa fingida, fue recortada cuidadosamente y pegada en tiendas, postes, cabinas telefónicas. También la foto de todas las pequeñas candidatas al título de Reina Escolar del Distrito 1996-1997 estaba en la nota con un círculo rojo marcado en la cabeza de Mayerly.
Ambas habían desaparecido después de la elección y coronación y horas después los asistentes se dieron cuenta de su ausencia. Las niñas, una reina y la otra no, siguieron ocupando las primeras páginas de los periódicos durante otros cuatro días. Pero en las noticias del cuarto día, Johana y Mayerly, arrancados los vestidos, no tenían el rosado natural de sus caras ni despedían el olor a cosméticos de mujer adulta. Sus pequeños cuerpos empezaban a desprender el hedor que atrae a los buitres, muy parecido a ese otro olor de sudor sucio asesino, y que se esparció desde el sótano hasta la azotea del edificio en el que vivía el profesor de gimnasia.

miércoles, 18 de febrero de 2009

Un día normal


Digamos que es mejicano, tiene 40 años y vive en las afueras de Las Vegas, lejos de las luces, de la máquinas tragamonedas, de los naipes, de las ruletas, del striptease, de los conciertos, de las limusinas, del whisky. Pero es allí donde trabaja. Incluso en días en que la fiesta le pasa por el lado, él está en obra, con su casco, sus herramientas, sus manos.

Otra fiesta


Miles de estadounidenses y ciudadanos de diferentes partes del mundo festejan con algarabía la llegada de fin de año. Los casinos están llenos. Las calles también. Caminando de un lado a otro, los desconocidos se saludan, coquetean, sonríen, toman fotos, silban, hacen fila para cruzar los semáforos y paran de vez en cuando para admirar un grupo de bailarinas o una fuente cuyas aguas danzan al son de la música. Muchos simplemente se estacionan a mitad de camino mientras estalla la pólvora.

En medio de la celebración, con los ojos puestos sobre el que camina, el que bebe, el que vende, el que se para, el que canta, están los policías que, probablemente en un sorteo, se ganaron la lotería de trabajar el último día del año. Ellos también tienen su fiesta. Se olvidan por un instante de sus autos y sus caballos, de las normas que el servicio les impone vigilar; también ellos tienen derecho a llevarse un recuerdo de su estadía en Las Vegas, Nevada, este 31 de diciembre.

Market y Castro

En noviembre de 2008 se cumplieron treinta años del asesinato de Harvey Milk, quien fue quizá el activista de los derechos de los gays más importante de los Estados Unidos. En los años setenta se convirtió en el primer funcionario público que se declaró abiertamente homosexual. No había cumplido sus cincuenta años y lo mató el odio de un político resentido porque Milk había logrado elegirse como concejal de distrito en San Francisco, California. Hoy los sectores de Castro y Market, en esa ciudad, lucen con orgullo en cada una de sus calles banderas arco iris; dicen que son mil y están localizadas en casas y locales frecuentados por gays y lesbianas que no son señalados con el dedo y que disfrutan caminar por las liberales calles de San Francisco después de las batallas libradas, y que siguen librando cada día, para ser mirados como iguales.

Las fiestas del Orgullo gay son el 28 de junio y dicen que hasta los trolley que cubren las rutas de transporte público se ponen de todos los colores.