miércoles, 26 de agosto de 2009

El álbum de chocolatinas

Un relato

Lo vimos borracho, en la acera, afuera de la tienda de la esquina. Sentado; no, más bien como esparcido sobre su trasero grande. Babeando y diciendo que sí con la cabeza. Con la camisa de mangas cortas abierta en el pecho, todos los botones desabrochados.

Cambiamos de costado para escabullirnos pero pudimos haberle pasado por el frente y saludarlo: no habría sabido que éramos mamá y yo, ni nos habría visto.

—Allá está su tío, ¿no lo vio? —me dijo la niña mocosa con la que nunca jugábamos y que me tenía envidia porque yo jugaba escondidijo con los niños más lindos del barrio: mis primos.

—Boba, acaso es mi tío —le respondí entre dientes.

Seguí caminando detrás de mamá, con rabia y algo de vergüenza. Aunque yo era pequeña, tenía once años, me daba pena verlo ahí tirado cada vez que iba a visitar a mi tía. Además sabía que ella la pasaba mal cuando el esposo bebía y duraba días y noches durmiendo en la calle.

En el último pedazo de la loma sin pavimentar, que llevaba a casa de mi tía, nos encontramos con Héctor, el primo de piel oscura y ojos verdes del que todas estábamos enamoradas. Tenía catorce años y era el dueño de la sonrisa más hermosa que he visto en mi vida. Estaba parado junto al teléfono público, esperando que nosotras llegáramos.

Cuando entramos a la casa, la tía Teresa estaba con los ojos rojos, como su marido Alfonso, sólo que ella los tenía así de tanto llorar. Sonrió cuando vio a mamá y se arrojó en sus brazos. Si se dijeron algo yo no lo oí o no lo recuerdo. Me acuerdo, eso sí, de que Héctor me cogió de la mano y me llevó al corredor enfrente de su cuarto, entre el baño y la cocina, para mostrarme las laminitas de su nuevo álbum de chocolatinas.

— ¿Su papá cuándo viene? —le pregunté mientras buscábamos números y pegábamos las láminas.

—Yo no sé —dijo sin mirarme—. Pasáme la 41, que la tenés ahí, yo la pego.

Acostados en el suelo estuvimos leyendo el respaldo de las láminas antes de llenarlas de pegante. Recuerdo haber leído ahí que las secuoyas pueden vivir más de dos mil años y que la manta o la raya, o las dos, son peces aplanados y largos.

Un rato después escuchamos que la tía Albertina llegó y que la tía Teresa estaba más animada. Con mi mamá, las vimos pasar todas a la cocina y en un momento sentimos el aroma a chocolate espeso y arepa tostada con mantequilla y quesito que nos hizo dejar el álbum.

A mis tías y mi mamá las recuerdo bastante parecidas en ese tiempo. Tenían la cara pulida, con sus ojos y labios pequeños, la tez trigueña, el cabello ondulado. Sólo la tía Albertina estaba un poco pasada de kilos. Eran risueñas y joviales a pesar de lo mucho que habían sufrido desde niñas, en la vereda, cogiendo café y aguantando hambre; y luego, viviendo en los suburbios de la ciudad, trabajando como empleadas domésticas y soportando a los hombres que escogieron por esposos para sobrellevar la pobreza.

Pasado el tiempo las vuelvo a imaginar en esa cocina con piso de baldosas rojas y amarillas, la estufa de cuatro puestos y la mesa con mantel de plástico; la cocina en la que hicimos tantas natillas y sancochos en diciembres de vacaciones, novenas, juegos y primeras comuniones.

Esa tarde que trato de reconstruir estábamos allí tomando el chocolate con ellas. Aún no llegaban mis otros dos primos; Fabián, el mayor, andaba donde la novia y de Juan Carlos, el menor de todos, la tía decía que debía estar jugando fútbol en San Blas, el barrio vecino. Héctor y yo nos sentamos en el piso, a la entrada de la cocina, con el plato y la taza entre las piernas. Con las tías nos estábamos riendo del tío Eduardo que había sido tan tacaño y que una vez le dio a mi mamá cien pesos para el bus. Una historia que siempre contaban y de la que siempre nos reíamos.

— ¡Casi se arruina! —hablaban todas al tiempo.

—A duras penas me estiró la mano con la moneda como bregando a ver si yo no la alcanzaba o no se la recibía —remataba mi mamá.

En esas andábamos cuando escuchamos que se abría la reja de la entrada. Era Alfonso, el esposo de la tía Teresa. Entró caminando recostado a las paredes y cuando vio que todos nos asomamos empezó a insultarnos. A mi primo lo llamó y como él, de miedo, no quiso ir, se arrimó pasando por encima de nuestro álbum e intentó agarrarlo del brazo. Mi tía, furiosa, le ordenó que saliera de la casa si no quería tener problemas, pero él levantó lentamente el brazo como para pegarle. Mientras lo hacía las tres mujeres aprovecharon para caerle encima. Albertina, la más fuerte, lo agarró de las piernas; Teresa le cogió el brazo que había levantado y mi mamá le hizo cruzar el otro hacia la espalda.

Entonces fue emocionante. Hoy me asombro de la rabia que tenían estas tres mujeres y que alimentó su fuerza, sus ganas de desquitarse de todo el mundo representado en un borracho que le había hecho la vida imposible a una de ellas, a todas ellas.

Entre las tres, porque ni mi primo ni yo ayudamos, arrastraron a Alfonso hasta el baño, lo sentaron en el piso frío de la ducha y cerraron la puerta con llave.

Ahí se quedó hasta que oscureció y llegó mi primo Fabián que sabía controlarlo. Mientras tanto, mi mamá y mis tías se siguieron riendo de su valentía, y continuaron haciéndolo el resto de sus vidas.

Héctor y yo nunca terminamos de llenar el álbum. Ni siquiera volvimos a hablar de él después de que lo vimos destrozado debajo del lavamanos del baño.

viernes, 21 de agosto de 2009

Blanco


De vuelta por el parque Yosemite en invierno; con la compañía permanente de esa nieve, tan extraña y mágica para nosotros los habitantes del trópico.

Cristales diminutos en el aire; copos blancos en el suelo.
Yosemite, EU. Diciembre 2008

miércoles, 12 de agosto de 2009

Envidia

—“Despidamos a Mauricio, no llorando, sino como a él le hubiera gustado, como vivió su vida: con optimismo y amor. Sinceramente qué envidia de Mauricio que ya se fue de esta tierra tan llena de horror, de miedo, de violencia, de injusticia, de mentiras…”.

El sacerdote descargó el micrófono en el atril, se dirigió al centro del altar, levantó sus brazos hacia el cielo y dijo:

—“Oremos…”

viernes, 7 de agosto de 2009

¿Escribir para qué?

De repente, así como cree uno que le ataca el impulso al pintor de coger el pincel, donde quiera que esté y deteniendo cualquier actividad que ejecute, así, de repente, yo que soy una creyente de la escritura y de la lectura de todas las cosas, de cualquier cosa, aunque mejor de las buenas cosas, me pregunté ¿escribir para qué?

¿Para qué poner en el papel o en la página de Internet el pensamiento propio a través de crónicas, cuentos, ensayos, reportajes, columnas, novelas? Para qué si parece que siempre lo escrito se va por el laberinto de pensamientos individuales y se desvanece en los debates académicos, intelectuales, bohemios, costureros y de balcón. ¿Para qué más palabras? ¿Para qué más papel? ¿Para qué más ideas, reflexiones, cuestionamientos y recreación de tristes, duras y tormentosas realidades? ¿Para qué seguir escribiendo y seguir leyendo sobre la decadencia del mundo en que vivimos, los dolores que nos infringen los que tienen el poder, la difícil condición de ser humano, los males del planeta, la niña prostituta de la esquina, la privatización, las reformas tributarias que acentúan las diferencias y el hambre? ¿Para qué escribir?

Me respondo por un instante que para contribuir a recuperar la capacidad de indignarnos o para mantenerla quienes no la han perdido. No está bien que una periodista, que se ha movido más en la prensa escrita que en cualquier otro medio, se pregunte por la utilidad de la palabra que se reitera, los significados y los hechos en los que se insiste. Pero no tengo más remedio, así, de repente, que entregarme a esta sensación de que parece que no sirve escribir, al menos, para no ser tan radical, de que le falta algo a la escritura, algo que le siga cuando ésta ha sido leída. Le falta la acción. Le falta que los brazos se levanten y que las voces se escuchen. Que paren las máquinas su producción industrial y se detengan los autos en las grandes y pequeñas avenidas. Que nos tomemos, revoltosos sin armas, las salas poderosas donde se decide por nosotros. Que saquemos todo el amor del que seamos capaces para el otro, que no compremos tanto, que apaguemos el televisor, que hablemos en casa mientras cae la tarde y se cocina la cena.
Porque sólo vale la pena escribir si hay alguien para leer, ya se ha dicho. Pero sólo vale la pena lo leído si eso que se consume, esos sentidos y significados, esas historias y personajes que son comidos mientras se lee, se revuelven en el estómago, se suben a la cabeza y viajan por todo el cuerpo, causan dolor pero también regocijo, conmueven pero también mueven. Quisiera pensar que algo de eso está pasando -lento, por dentro, preparándose-, y que pronto la recompensa por lo escrito se verá manifestada en una forma más digna de vivir como humanos.

Escrito en septiembre de 2006, publicado en el periódico El Colombiano

martes, 4 de agosto de 2009

Elección

Un beso triste que se deshizo en las bocas, y las selló para decirlo todo, fue el adiós a un futuro posible juntos. Él había tomado la autopista al norte y ella tuvo que bajarse del auto.

Ya era tarde cuando intentó devolverse.

lunes, 3 de agosto de 2009

Diana

A mi prima Diana le preocupa que la deje el compañero con el que se fue a vivir hace siete meses, el que le sacó a crédito nevera y lavadora y dijo que haría hasta lo imposible por hacer pasar a Laura, de seis años, como su propia hija, para hacerla beneficiaria de su servicio de salud.

El dolor de cabeza la hace madrugar más de la cuenta; por eso tiene más tiempo para quejarse de sus desventuras. Migrañas que se repiten porque teme tener que volver a vivir sola, sin con qué darle un vaso de leche diario a su hija, viviendo del fiado y pagando a usureros dueños de una pieza con baño y mesón que le cobran cien mil pesos o más por un alquiler en estrato 1.

Si el compañero la deja, Diana volverá a tener lo que tenía antes: dos camas sencillas, un aparato de teléfono, dos ollas, dos platos y algo de ropa. Tendrá que olvidarse de las facilidades que ha tenido en los últimos meses. Ésa será una parte de su tragedia. La otra parte será aceptar que, a sus veintiocho años, sigue dando tumbos en la vida sin encontrar a un hombre que la ame por más tiempo y la valore por encima de sus sesenta kilos de peso.

Al menos ahora, por ahora, es decir, hasta diciembre, Diana tiene trabajo. Después, nadie sabe. Sobra decir que vive unos días de zozobra que apenas logra distraer viendo algo en la televisión.

Para ella, la guerra de este país y sus presuntos intentos de paz no dejan de ser un dato, a veces curioso, que se comenta de pronto, pero que no determina nada en su vida. Diana puede comentar el último carrobomba, el regaño del Presidente, lo que unos señores encontraron en el computador de un paramilitar, la inundación en algún pueblo (en cualquier pueblo), como cosas tan ajenas, tan lejanas. No son suyas esas cosas. Tampoco lo son esos asuntos que no logra entender sobre reformas tributarias, elecciones legislativas, contaminación ambiental, y tanta, pero tanta cosa, que esbozan los noticieros que ve en la noche mientras espera que, al fin, empiece la telenovela.

Pero Diana vive su telenovela y vive su noticiero. Historias del hambre, la carencia de afecto, la soledad, la pobreza, el desempleo, el desengaño, el madresolterismo, la falta de educación, la desigualdad. Es protagonista y personaje de muchas historias aunque ni siquiera lo sepa. También, mi triste Diana, es protagonista y personaje de las otras historias que no entiende, ésas que erradamente cree no le interesan o no le incumben. Ella es el ejemplo viviente de la guerra, de la especulación financiera, de la tributación desequilibrada, de los representantes puestos en el poder, del mal uso de los recursos, de la mala distribución de la tierra, de la inestabilidad laboral, de la triste cobertura en salud.

Diana no sabe, y tal vez muera sin saberlo, que todo eso que muestran en la televisión es parte de su tragedia, pero ¿cómo podría vivir también con eso?

Ahora que me llamó, Diana me dijo que su cabeza está a punto de estallar, que lleva dos noches sin dormir y que cree que su compañero está saliendo con otra mujer.

Escrito en noviembre de 2006