lunes, 26 de octubre de 2009

Cobardía

Cuánto miedo de mí
De no saber cuándo cruzar
esa frontera
entre lo que creo y lo que puedo
entre lo duradero y lo efímero

Cuanto miedo de mí
que salgo a la calle para huir
escabullirme entre rostros que no preguntan
no saben
no les interesa

Cuánto miedo de mí
que tengo decenas de máscaras
para cubrir la soledad
la duda
la ignorancia
el desequilibrio
la incoherencia

Cuánto miedo de mí
apuntalando las ideas de otros
fabricando en el silencio otras creencias
fruto de agrios y dulces ardores

Cuánto miedo de mí
que un día paso por el filo, firme, sin cortarme
y al otro, me traspasa el horror de lado a lado

Cuánto miedo de mí
que me pregunto dónde
dónde, qué y cuándo
y que por esas mismas cuestiones
no cuido simiente
ni riego
Por la incertidumbre
Por no saber nada

sábado, 24 de octubre de 2009

Comodidad

Media docena de personas que se le aparecen a uno en la vida: una oportunidad para contarse como si uno estuviera nuevo. Y de pronto sentirse salvado.

jueves, 22 de octubre de 2009

Balance de otoño

Viejos y sospechosamente solos
torpes y abandonados.
La vida llena de las preguntas de siempre.
Como si nada hubiera pasado
como si lo vivido, todo, hubiera sido en vano.
Seremos unos por fuera, envejecidos
otros por dentro, adolescentes
¿persiguiendo qué?
¿persiguiendo aún?
Quizá sea tarde para algunas cosas
tal vez sea tiempo para otras.
Haremos el balance y algo de nosotros estará perdido.
Pero llegamos
No sabemos dónde
Llegamos
Sumando y restando
envueltos en nada
con el equipaje lleno o medio vacío.
Nuestra memoria será buena (casi siempre lo es)
condescendiente para ayudarnos a pensar con nostalgia
en otros tiempos,
con amor en nuestras decisiones.
Me pregunto cómo serán nuestros ojos
¿Qué será de nosotros en el otoño?
Un montón de pasado
¿Plenitud y madurez como en un comercial de la tele?
¿Soledad y locura como en una novela de Gabo?

miércoles, 21 de octubre de 2009

Drama en dos actos

Eran casi las diez de la noche cuando los disparos terminaron. Marleny levantó un centímetro el velo de la ventana y se fue asomando muy de a pocos para intentar adivinar cómo se movían las sombras, a dónde. El callejón apenas iluminado estaba poseído de pasos sin voces; zapatos que bajaban corriendo hacia la cañada y armas que eran ajustadas en alguna de sus partes. De dos casas más abajo, tal vez, llegaba a sus oídos el murmullo de los personajes de la telenovela: disparos con música de fondo, anuncios comerciales entre una contienda y otra; disparos también de amores convenientes, amores no amores. Marleny soltó la cortinilla porque le pareció que alguien venía hacia su rancho y se escurrió, rápido, deslizándose por la pared hasta quedar, otra vez, sentada en el suelo de su sala a oscuras.

Mientras se acostumbraba al silencio devuelto, Marleny recordó a sus hijos muertos. A Weimar, Oscar y Mauricio. En la primera guerra murieron asesinados en esa misma casa a donde los fueron a buscar y ella los escondió en el baño, los negó, los cubrió de sí, de su cuerpo, de su llanto. Ellos la cubrieron con su sangre. Una costra que lleva para siempre, que no remueve. Y hoy otra vez, en esta vieja guerra que se repite, ella ha visto caer a otros hijos y ha visto estupefactas a otras madres. Ya puede ver, ahí sentada, las caras de quienes llorarán a los muertos de esta noche, a los muertos que las sombras dejaron, a los muertos de la mitad del callejón, entre El Alto y El Hueco. A los muertos de la mitad de la cancha, de esta otra noche de disparos, de esta otra guerra que viene siendo la misma.

Ya han pasado los minutos y Marleny se pone en pie y descorre el velo con más arrojo. Otras cortinas —blancas, moradas, de flores—, están haciendo ángulos empujadas por una mano tímida y unos ojos juguetones, sedientos. En el callejón ya no pasa nada. No hay sombras que se muevan ni ruidos contra el suelo. La balacera terminó y Marleny se atreve a pensar que sus vecinos saldrán en silencio, despacio, como cree que debería manifestarse la indignación, a buscar entre un recoveco y otro a los caídos. Pero no. En un segundo veloz el barrio todo parece haberse tomado el callejón en procura de un espectáculo, de un fenómeno de circo; de una herida y una posición para describir sin cautela, precisa y desordenada, a los ansiosos no testigos de la mañana siguiente.

Entre la muchedumbre, Marleny, que va llorando por los escalones, humedeciendo su costra seca, triste, no ve a Nuri su amiga, ni a las dos hijas de ella. “Las únicas sensatas en medio de todo…”, pensó. Y cambió el rumbo para ir a saludarlas. Volvió sobre otros escalones de tierra y de un salto pasó de un montón de escombros al andén improvisado que daba a la casa de su amiga. Desde ahí vio las luces encendidas y siluetas en la ventana. Le bastó acercarse un poco más para escuchar los insultos de Fabio —la pesadilla de hombre que escogió Nuri por marido e impuso a sus hijas por padrastro—, el estruendo de aparatos y cosas arrojadas por los aires; de un lado a otro de ese rancho volaban cosas, se estrellaban contra el suelo, contra la pared, contra la cara, contra las lágrimas.

En medio de esa batalla, y cansada de que también esta historia se repita y sea exactamente como la primera: como si a todos tomara por sorpresa cuando ha estado ahí siempre, Marleny dio media vuelta y asumió con desgano el camino a su casa.

viernes, 16 de octubre de 2009

En un diván

Una de las cosas que soñó ese fin de semana de noches turbulentas fue que estaba frente al estanque de una casa que no conocía y, aunque parecía que no era hondo, no quería meterse. De repente apareció ella, pasó de largo a su lado y, sin mirarlo, se metió al estanque. Se veía feliz de estar ahí. Entonces, él le seguió tímidamente el ejemplo: se metió por un costado, y cuando se dio cuenta de que el agua le llegaba a la cintura salió corriendo. ...Y ella ya no estaba más en el sueño.

jueves, 15 de octubre de 2009

Un viaje largo para nada

Soy una sombra en el medio
una luz desde atrás.
Soy una mancha en el nombre
un barco que vuelve y que va.
Soy un hijo que miente
un puñal.
Soy una promesa deleble
un no sé, un perderá.
Soy la cicatriz de un rebelde
un aguerrido cobarde.
Una lágrima, un sí, un no
un lamento
una casa derruida por la humedad.
Soy un vos que me ama
me hace feliz y ya no está.
Una carta que se guarda
un perdón que no se da.
Soy una muestra de viento
que todo lo que quiere es escapar.
Un presumido
un egoísta
que hoy, mañana,
siempre tarde,
sin huella, sin nada,
se hundirá en el mar.

martes, 13 de octubre de 2009

Una historia de verdad

Un recuerdo

Una de las cosas que yo quería cuando niña era ser cantante. Compositora e intérprete. No lo sabía
entonces con esas palabras, pero ahora sí. Creo que compuse dos canciones y ambas hablaban de una colección de tambores y de mi padre. No sé qué más decían ni qué más escribí.

Para evaluar mi capacidad histriónica yo, que era de las que casi nunca fallaba izada de la bandera en la escuela, por cualquier razón, en los homenajes, con la banderita puesta en el costado izquierdo de mi pecho plano, declamaba, accionando como indicaban las profesoras, y hacía fonomímica (¿se hace todavía?). No me acuerdo qué recité pero sí recuerdo muy bien que hice fonomímica de dos sensuales canciones de Lucía Méndez en el circo-teatro de Titiribí; y yo tenía siete, ocho, nueve años. No había curaduría de los puntos incluidos en los programas de homenaje a la bandera y por eso creo que las profesoras se llevaban una que otra sorpresa. De esas veces no recuerdo ningún aplauso ni felicitación.

Papá compró una guitarra de segunda mano y él, maestro de corazón, buscó en el pueblo un buen profesor del instrumento. Asistí emocionada a la primera clase pero la guitarra era demasiado grande para mí. Fueron sólo tres encuentros, a la salida de la escuela, y después no quise volver. Tampoco hubiera podido. El profe particular le dijo a mi papá que yo para eso no servía: las manos muy pequeñas, no tiene oído y canta horrible. Bueno, lo primero me lo dijo mi papá, lo otro lo pude suponer en ese momento y puedo sostenerlo ahora.

Sin embargo, lo mío sí era el mundo del espectáculo, los escenarios, las tarimas, el público aplaudiendo, aclamando; el reconocimiento en las calles. Eso seguía siendo yo a los siete, ocho, nueve años. Papá, que me enseñó (y ya olvidé) las tablas de multiplicar juntando un dedo con otro, contando dedos, de la manera más sencilla y para el momento inolvidable, papá me mostró también cómo era el maravilloso arte de los trucos matemáticos y con las cartas del naipe, y a mi hermana menor, el misterioso mundo del hipnotismo.

En otro teatro de ese pueblo que acabó siendo el nuestro, nos presentamos varias veces. Es una lástima que no recuerde cómo nos anunciaban. “¿El profesor Ignacio y las niñas Estrada?” “¿El show de la familia Estrada?” “¿Las niñas magas?”. En fin, ninguno de los tres lo recuerda. Pero éramos un éxito. Adonde quiera que íbamos nos pedían un truco: “no, sólo cuando nos presentamos, en la calle no”. Papá también nos entrenó con otra respuesta: “no, los trucos no se repiten enseguida”.

Papá hipnotizaba gallinas. De hecho, las dormía. La presentación de mi hermana era anunciada como hipnotismo pero realmente lo que hacía era relajación. Como mi papá, ella inducía a su víctima a un sueño profundo en el que sólo despertaba con una clave de sonido: el tronar de unos dedos o un toque de palmas. Pero no ponían a nadie a hacer cosas raras o estrambóticas o algo por el estilo. El voluntario persona despertaba y la gallina obligada también y los aplausos estallaban.

Lo mío con papá eran las cartas y los números. Yo adivinaba la edad de una persona después de hacerle dar vueltas con varias operaciones matemáticas; adivinaba la carta que alguien del público había tomado mientras yo tenía los ojos vendados, adivinaba un número que algún desconocido estuviera pensando.

Era fácil entonces. Con papá practicábamos y practicábamos. Repetíamos, con paciencia él, con desespero nosotras. Aunque intentó que ambas aprendiéramos las mismas cosas, no demoró en percatarse de que éramos muy distintas. Ahí fue cuando concentró el asunto del hipnotismo en Dora y el tema numérico en mí.

Sé que en el espectáculo papá le ponía todo el misterio, el suspenso, el discurso o “carreta” como decimos aquí. La tensión que se necesita para generar expectativa sobre cada nueva sorpresa que se venía con nosotras. Ahí, pequeñitas, un tanto tímidas y un tanto temerarias. Valientes como quizá después no hemos vuelto a ser en muchas cosas que lo demandan.

Lo había olvidado, sí: adivinada la edad, la carta tomada, la cifra pensada, y venía lo que yo temerosamente anhelaba: el estruendo de los aplausos.

Y los tres hacíamos la venia tomados de la mano, con cariño y emoción. Ahí, en ese instante, estaba todo mi mundo conquistado, a los siete, ocho, nueve años: mi familia, un pequeño gran talento y una fama inusitada.

lunes, 5 de octubre de 2009

Aguas del sur

En el cruce de lagos, entre Puerto Varas, Chile, y Bariloche, Argentina. Una sobredosis de azules y verdes.

Tomadas el 31 de diciembre de 2004.

jueves, 1 de octubre de 2009

La marea

¿Y qué si uno no sabe para dónde va ni dónde lo esperan?
¿Y qué si de verdad querer no es poder?
Si aún pudiendo uno no tiene claro qué es lo que quiere.
Las puertas se cerraron
con mi mano, con las de otros.
Y sí, se abrirán más y otras permanecerán cerradas.
Alguien tocará incansable. ¿Yo? Muchas veces.
¿Y qué?
Estoy cansada: entro, merodeo
salgo corriendo o me hacen ir.

Sueño que me espera la marea
en una
playa no muy lejana
musical.
Para sacudirme el sentimiento insano
de querer y no
de poder y no.


(¿estarás vos allá, con ella?)