martes, 1 de septiembre de 2009

Anticipación

Un relato

Esta tierra ya no me huele a nada. Yo que decía que la tierra mojada tenía un olor que no sabía nombrar pero que me llamaba a algún lado. Seguro me llamaba al origen. Qué va, me estaba llamando al destino. También me gustaba el olor de la hierba mojada, de la hierba recién cortada, de la hierba en los pies descalzos. Pero así ya no me gusta. Está encima de mí pero no la huelo, tampoco la siento. Algunas ramitas de maleza se me asoman a los lados, me hacen picar la nariz, me fastidian en los dedos. No huelen a nada. Al menos si alcanzara a morderlas o llevármelas a la boca y sentir por primera vez el sabor del pasto que alimenta a las vacas.

Ya no me gusta esta tierra pero no importa. No tendrá que gustarme y sólo tendré que soportarla por un periodo de tiempo; mientras los bichos acaban su trabajo lento y que yo siento tan ajeno. No es como pensé que sería. Nada fue como pensé que sería. Sólo una cosa siempre acerté: cuando vaticinaba algo, cuando imaginaba algo, nunca atinaba, nunca pasaba. De sólo pensarlo podía hacer que nunca sucediera. Era mi inútil e insulso poder.

El mar no me gustaba. No me convencían su olor ni la idolatría de la que gozaba. Pocas veces fui amante resuelta del mar, pero sí de la playa. Ahora me gustaría pensar que el mar está cerca. Pero yo sé que no. Mi casa quedaba lejos del mar. Mi corazón quedaba lejos del mar. Creo que me daba miedo su inmensidad, su falta de medida. Lo inabarcable. Es pretencioso el mar, me parece. No se deja admirar, tampoco se deja vivir, te saca. Nunca me gustó jugar con las olas y me parecía ridículo pelear contra ellas, oponerse a ser echado.

Los animales domésticos tampoco me gustaron. Sólo alguna raza de perros que me parecía inteligente, divertida, que sabía vivir. Aquí me gustan los gusanos. Emprenden su tarea mecánicamente, la hacen sin pausa, uno tras otro. Es su vida. No quebrantan normas porque no las tienen. Marchan por la tierra, por la vida, por los cuerpos, impávidos, satisfechos. Qué más da. Nunca van a salir de aquí, no tienen pretensiones. No tienen decepciones. Los sueños son los que nos acaban convirtiendo en una máquina de sufrimiento, en un generador de descontentos y frustraciones.

Desde muy niña debí haber aprendido la lección de que no valía la pena sembrar esperanzas donde no se pueden tomar decisiones. Una gallina que llevaron a casa y a la que mi hermana y yo bautizamos Petunia, pensando que viviría con nosotros por mucho tiempo, fue mi primera destinataria de un cariño distinto al de la familia. No la mataron el primer día porque mamá se opuso al trabajo de hacerlo. Mi papá tardó varios días en conseguir el verdugo. Pero lo consiguió. Justo cuando nosotros jugábamos a que Petunia entendía cuando la llamábamos por el nombre. Otra naturaleza nos quitó unos pollitos que no pudieron sobrevivir a la tempestad sorpresiva a pesar de los esfuerzos de mi padre por revivirlos junto a la estufa. Murió así la infantil esperanza de crecer junto a unos pollos.

Esta madera se pudre pero me gusta. Es todo lo que puedo ver. Cruje. Cada vez la veo más cerca, sobre mi cara. Siento que un pedazo de ella está sobre mi torso. Huele a bosque. El olor me recuerda otros olores. El de la panadería de un tío que era realmente el de la gran fábrica de comestibles. El olor mismo de la madera en una tienda de vinos. El olor de la universidad a árboles mojados y a frío, el lugar donde descubrí la amistad. Amigos a los que ya no podré pagarles que me acercaran a la vida, que me ayudaran a acercarme al dolor y a la indignación, a la risa, a mi misma.

Esta posición me está cansando. ¿Quién va a decirle a los vivos que preferimos que nos entierren en la posición en que solíamos quedarnos dormidos? Yo estaría más cómoda de lado o boca abajo. Sólo viví con placer boca arriba el sexo que me invadía, que me llenaba; que era lo único real ahora que pienso. Que se convertía en el momento de la verdad, el momento de la desnudez absoluta del cuerpo y del espíritu. Éste es mi suplicio. Menos mal la eternidad no existe.

Aquí me voy quedando desnuda de todo, hasta que ya no sea posible estarlo. La muerte me despoja de a pocos hasta de las memorias. Es como si los gusanos también se las estuvieran comiendo. Pasan las horas o los minutos, no sé cuánto tiempo llevo ya aquí, pasa, pasa, no importa cuán veloz o cuán lento. Pasa y yo me quedo sólo con pedazos de mis recuerdos. Quería seguir pensando en lo que viví y ya apenas tengo los recuerdos más viejos. Recuerdo un padre amoroso que me enseñó trucos matemáticos y que tenía derruidas las paredes de bareque de la casa de tanto pegar y despegar con puntillas las tablas de multiplicar. Sí. Era la casa de las tablas de multiplicar. Dos veces dos es cuatro y decirlo acertadamente cada vez que papá sorprendía equivalía a dos pesos para gastar en la escuela. Creo que me gustaba la escuela. También me gustó el colegio. No sé si me gustó la vida.

No resisto ya la falta de recuerdos completos. Ésta debe ser la muerte de verdad. La que se lleva lo que uno recuerda que fue. Seguramente también aquí encima van olvidando y la hierba crece a montones encima de mí. Hasta me parece que la puedo oler ahora que debe estar alta… creciendo al paso que borro mi último recuerdo, el de un pañuelo de no sabré nunca quién que no me dejó probar el agua salada que bajaba por las mejillas antes de llegar hasta aquí... pero sí supe que regó la tierra que ya no me gusta, la hierba que ya no soporto.

2 comentarios:

Ups! dijo...

Vos también tenés madera, y estás echando raíces. Dale, seguí escribiendo!
Excelente la atmósfera que creás, y las pequeñas historias. Me las llevo a pasear un rato...

Gloria Estrada dijo...

Hola Ups! Bacano que me ves madera y te antojás de releerme... También podés pillar alguna de las entradas anteriores y me cuentas si te parece que sigo teniendo madera o merezco que me den con ella jjj

Bienvenido siempre!