martes, 22 de septiembre de 2009

Volverás a las palabras perdidas


Ayer tuve ganas de volver a escribir.

Eran las doce del día y acababa de pararme de la cama. Recordé que tengo entre manos una historia vieja, llena de datos, con personajes fuertes y mucha acción. Hace tiempo que dejé de escribir y me dediqué a la bohemia, a la vida errante como dicen entre dientes mis cuñadas. Estoy llegando a los cuarenta y en los últimos dos años me he bebido todo el licor que dejé de tomarme durante los siete que estuve casado. Perdido. Y ayer de repente, tal vez porque no desperté con resaca, sentí que quería escribir esa historia de una vez por todas, la historia del fratricidio en la familia de los Correa, vecinos de la vereda donde se enamoraron mis padres.

Después de mucho tiempo de mantenerlo con llave, entré al cuarto destinado a la biblioteca. Pasé por alto la sensación de no haber visitado antes esta parte de la casa y me senté frente al computador apagado con ganas de inventar una excusa para no encenderlo. Pasé los dedos por encima del monitor y me fastidió el polvo. Saqué el teclado. Cuánto tiempo. Desconectado. Me decidí: conecté cables y presioné el botón de encendido.

Mientras cargaba, fui por un resto de cigarrillo que dejé la noche anterior en la cocina. Lo encendí, un par de chupadas y se acabó. El aparato todavía estaba arrancando, dándome tiempo para pensar en algo y desistir. Empecé a buscar unos apuntes para el relato. En vano. No sé en qué momento la mesa y los estantes se convirtieron en monstruos impenetrables con libros ocultos tras otros libros, revistas viejas sobre las menos viejas, lomos invertidos, cubiertas con marcas de vasos, ceniza de cigarrillo por todas partes… si nunca entré, o no recuerdo haber entrado en meses. Sin embargo, en mi casa hace mucho rato que entran y salen amigos sobrios y borrachos, a cualquier hora del día, cualquier día.

Ahí estábamos. Frente a frente. El archivo abierto por última vez el 13 de diciembre de 2006 y yo. Leí lo que había escrito, algunos párrafos terminados, muchas líneas de sugerencias, pedazos resaltados y una lista al final de los personajes y su hoja de vida. Qué pereza, pensé, este cuento no tiene salvación, ¿por qué me dio por escribir hoy? Abrí un nuevo documento. Opté por teclear palabras sobre la pantalla blanca. Un ataque de locura. Brotaron palabras, de mi cabeza, de mis manos; las deposité todas sin compasión aquí en la pantalla. Muchas. Ahí, juntas, no tenían sentido. Yo no tenía nada qué escribir pero estaba escribiendo. No supe bien lo que hacía hasta que, como despertando, me detuve. Me paré de la silla.

Eran las dos y veinticinco de la tarde en el reloj de la cocina. Saqué agua de la nevera, bebí y volví a enfrentarme al computador. Escribí más palabras sin parar. Palabras que recordaba, que me sabía, que había escuchado, que no sabía qué significaban o cómo era su ortografía. Era como una diáspora. Palabras enloquecidas. Yo como enloquecido. Volví a parar y el reloj me decía que eran las tres y cuarto.

El texto no tenía sentido. Lo que tenía ante mí era un reguero de palabras, arrojadas. Me dolieron todas, cada una de ellas, tiradas allí. Sin dueño, sin sentido. Burladas, tristes, desconectadas. Negras. Perdidas sobre el fondo blanco. Me dolió de verdad verlas desperdiciadas, gastadas, abusadas, violentadas. Me sentí culpable. Culpable del delito de escribir así.

Ayer perdí las ganas de volver a escribir.

Eran casi las cuatro de la tarde y acababa de pararme del escritorio. Recordé que para anoche tenía entre manos un posible desenlace erótico en mi vida real, con Yamile, un personaje fuerte que me presentaron hace poco unos amigos y que parecía vivir en acción. Hace tiempo que necesito una mujer que me acompañe, que me rescate de la bohemia y me devuelva a casa. Estoy llegando a los cuarenta y en los últimos años no he vivido ni una sola historia que merezca ser contada. Tendría que escribir de borracheras sin deleite y conversaciones olvidadas. Palabras perdidas. Palabras como éstas.

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