martes, 7 de abril de 2009

Cambio de planes

Tenía la intención de escribir, muy juiciosa, sobre esta ciudad en la que nací y en la que vivo con deslucida pasión desde hace tantos años. Quería decir que desde que volví de mi último viaje al exterior veo diferentes sus colores, me inquietan sus flores de marzo, me sorprende su luz, su verde permanente… Que me siento en casa, iba a decir. Incluso, pensé en un título que me gustaba, Experiencia urbana. Lo que iba a escribir era algo relacionado con esta euforia por la asamblea del BID que trajo tanto gringo por acá a comer chicharrón y tomar café; con esta forma de ser amables, risueños y, a veces, llenadores, nosotros los llamados paisas; con la gracia que de verdad tiene vivir en una ciudad donde el clima puede ser loco pero que no atropella, en la que reniego feliz por sus días soleados y sus lluvias sorpresa.

Pero no, ya no quiero pensar en eso, escribir sobre eso. Porque entonces la historia decenas de veces repetida volvió a mis oídos. Una historia de verdad, de seres de carne y hueso, como se dice, a los que el cuento de la crisis económica mundial los tiene sin cuidado como también los tienen sin cuidado los referendos llámense del agua llámense de reelección saecula saeculorum. Sus inquietudes y sobresaltos son más inmediatos; su sobrevivencia no admite divagaciones ni instantes de placentero olvido y preocupación por asuntos más profundos y trasnacionales.

Hablo de Alicia, de 63 años, madre de tres mujeres de 34, 31 y 17 años de edad, abuela de Adelaida, de 12, y Manuela, de 10. Nacida en Fredonia, Antioquia, y habitante de Medellín desde hace veinte años a donde llegó después de haber vivido la mejor época de su vida como esposa del jefe de la estación del tren en Santiago, en la boca del túnel de La Quiebra, esa importante obra de ingeniería que en la segunda mitad del siglo XIX comunicó a Medellín con Puerto Berrío. Muchas cosas pasaron después con la caída vertiginosa de Ferrocarriles Nacionales y su posterior liquidación. Con ese hombre y sus dos hijas mayores, Alicia empezó a vivir en un rancho construido en un pedazo de tierra en el barrio Popular, arriba en la comuna 1 de esta capital. Era un cuarto de unos seis metros por cinco en el que lograron acomodar algunas de las cosas que habían traído de Santiago.

Con el tiempo, a la casa le agregaron otros dos cuartos. Pero hoy se está cayendo. Las aguas de una quebrada que le pasa justo al lado parecen estar comiéndosela por debajo. El lavadero se hunde, el piso del baño de hunde. También se está cayendo por arriba; cuando llueve, la cocina se inunda, la puerta que la separa del cuarto donde están las camas acabará pudriéndose, mañana mismo, en este momento. Alicia vive con su esposo y con su hija adoptiva de 17 años. Él este año no trabaja porque lo echaron del negocio para el que descargaba mercancía por borracho. La hija este año no va al colegio porque no tiene pasajes para bajar al centro.

Esta semana el alcohólico completó catorce días, seguidos, de estar bebiendo. El viernes pasado, cuchillo en mano, se le fue encima a Alicia, quien, esta vez, por fortuna, se escabulló, esta vez, repito. De la estación vinieron y se lo llevaron unos policías. Al día siguiente estaba de regreso.

Para no alargar el sinsabor, para usted que lee y para mí que escribo con una gran tristeza, diré que esta mujer está esperando hace más de dos años que le hagan una cirugía urgente en la garganta y que sus dos hijas mayores no la están pasando mejor. No hay trabajo, no cuentan con los padres de sus hijas o tienen que soportarles sus atropellos al compañero de turno. En los rostros, en las figuras, en la voz y en lo que dicen se notan la desazón, la rabia, la impotencia. La desesperanza. “Qué vejez tan triste la mía”, me dice Alicia y, en un gesto que me descompone, intenta sonreír. Y me duele que sea la misma historia que he escuchado de su boca tantas veces y que sea la misma historia que he escuchado de otras bocas también tantas veces, la que se empeña en repetirse, la que seguimos repitiendo.

Ni siquiera presumiré de querer intentar una conclusión en esto. Parece, y lo es para mí, tarea casi imposible. De repente, lo que iba a decir sobre la luz de la ciudad, las últimas flores amarillas que caen al paso de humanos en constante agitación, la potencial y la real calidez de las gentes a mi alrededor, me parecieron poesía; bella y elocuente pero, como esto que termino aquí, dolorosamente insuficiente para entender lo que pasa en el mundo.

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